Soy el inspector García, de la Brigada Central de Investigación de Delitos contra las Personas, coloquialmente conocida como Homicidios. Por primera vez, voy a contar el caso más sorprendente de toda mi carrera. Aquella noche invernal era desapacible, con niebla y frío, pero no renuncié a mi paseo por los alrededores de la urbanización para despejarme después de un arduo día de trabajo. Una de las ventajas de vivir a las afueras es estar más cerca del campo y desconectar.
Me equivoqué. En una de las calles encontré un hombre agonizando, con claros signos de haber sido apaleado con saña. Mientras llamaba al 112, intenté practicarle los primeros auxilios, sin bajar la guardia por si veía al agresor o por si este volvía a por mí. No había nadie, el silencio era absoluto.
Rápidamente llegó un coche patrulla y al instante, una ambulancia. Me presenté a los compañeros y les expliqué lo que había pasado, sin perder de vista las labores de reanimación que practicaban los sanitarios. El ímpetu con el que lo hacían y la desesperación de sus caras mostraban la gravedad de la situación. Poco después, confirmaron el fallecimiento de la víctima.
Las primeras horas de luz del día siguiente tampoco arrojaron claridad a lo ocurrido. La inspección ocular y la recogida de pruebas fueron infructuosas. Entre los vecinos de la urbanización se extendía la preocupación por el suceso y empezó a correr el rumor de que había un asesino en la zona.
La investigación no avanzaba, se desconocía el móvil, no se hallaba el arma, no se encontraron testigos, ni se había reclamado el cadáver. Los esfuerzos realizados eran en vano. A medida que iban pasando los días crecía la impotencia, y, aunque oficialmente no se dejó buscar al culpable, parecía que la vorágine cotidiana había tapado aquel terrible suceso.
Todo cambió un domingo de primavera. Me sorprendió que el comisario me llamara tan temprano. Su voz sonaba exultante. Tenían pruebas irrefutables y sabían quién había cometido el crimen en la urbanización. Me pidió que fuera a la comisaría porque el presunto culpable solo hablaría si yo estaba presente.
Con el nerviosismo propio de quien está a punto de enfrentarse a una gran responsabilidad, conduje hasta el centro policial. Subí a la sala de interrogatorios y cerré la puerta. Me estaban esperando mi superior y mis compañeros de Homicidios, pero no había ni rastro del detenido. Pregunté, todos bajaron la mirada. La tensión era palpable y se mezclaba con un silencio sepulcral.
A pesar de mi dilatada experiencia, me temblaban las piernas por la incertidumbre y por lo que estaba a punto de ocurrir. Los segundos me parecían minutos. Finalmente, el comisario se acercó y, con una rotundidad que aún resuena en mi cabeza, me preguntó: ¿por qué lo mataste?
No contesté. Quizá, algún día, explicaré el motivo en mi segundo relato desde esta prisión. Voy a tener tiempo de sobra.