TIEMPOS DUROS
Carmen Lidia García Huerta | Alia Winter

En la comisaría flotaba un ambiente pesado. A la habitual atmósfera cargada de humanidad se sumaba la tensión de las miradas huidizas, los susurros por los rincones, el sobresalto cuando caía un bolígrafo al suelo. Incluso los delincuentes, esposados en fila mientras esperaban que les tomaran declaración, exigían sus derechos en voz baja. La tensión del ambiente se palpaba con más intensidad en las cercanías del detective McCronin, y giraba en torno a su persona como si se tratara de un oscuro vórtice de malestar. Desde luego, los últimos días no habían sido fáciles para sus compañeros, que habían sorteado la ira del detective gracias a un delicado juego de supervivencia, cuyas reglas consistían básicamente en no mirarle. Esa tarde, sin embargo, un joven policía recién llegado de la academia e ignorante de dichas sutilezas, se acercó a McCronin antes de que pudieran detenerle.
—Compañero, te veo mal, ¿quieres un café? —preguntó, con una sonrisa nerviosa.
El detective, sentado en su escritorio con la gabardina puesta y la mirada perdida, ignoró al chaval, pero éste, en contra de cualquier sentido común, le puso la mano en el hombro. Toda la comisaría contuvo la respiración y los que estaban más cerca empezaron a echarse atrás lentamente.
—¡Compañero! —repitió el chico, más alto— voy a por café, ¿quieres que te traig…
En un solo segundo, McCronin se zafó de la mano amiga, se revolvió como un tigre y se encaró con el muchacho, agarrándole de la camisa con manos de acero. El joven policía temblaba de los pies a la cabeza, con la mirada desorbitada ante aquellos ojos inyectados en sangre, cuando escuchó el sonido de la salvación.
—¡McCronin! ¡Ven aquí ahora mismo! —tronó una voz desde el despacho del fondo.
De mala gana, el interpelado soltó a su presa y caminó pesadamente hasta el despacho, tras echar al novato una mirada fecunda en promesas de dolor. Entró en la pequeña habitación acristalada y su jefe le indicó que cerrara la puerta.
—Me tienes muy harto —dijo el teniente—. Sabe Dios que te he pasado por alto muchas cosas, pero me estás llevando al límite de la paciencia.
McCronin, enfurruñado, se mantuvo en silencio.
—¡Ah, bien! ¿Te ha comido la lengua el gato? —continuó su jefe—, pues me parece a mí que te vas a ir una temporada a casa, para que se te aclaren las ideas.
No obtuvo respuesta. El teniente probó otra táctica y suavizó la voz.
—Mira, hijo, a todos nos ha pasado. Tarde o temprano, todo policía acaba perdiendo alguno.
Nada. El teniente sintió que se le hinchaban las venas del cuello.
—Maldita sea, McCronin, ¡sólo era un donut, un condenado donut! —gritó, exasperado.
En alguna parte del nublado interior del detective, aquello tocó una fibra.
—¡Sí, pero era mío! ¡era MI donut! —dijo por fin, rompiendo a llorar.
El teniente suspiró, le acercó un pañuelo y dejó que se desahogara. Afuera, el bullicio volvió a reinar en la comisaría.