Atravesaron un angosto pasillo con paredes humeantes que todavía tenían restos de sangre y otros fluidos. Llegaron a una gran sala cubierta por una bóveda nervada con una apertura circular en la parte superior que dejaba entrar la luz iluminando la roja sangre que había por todas partes. El suelo aún temblaba y los detectives no se sentían seguros en aquel lugar. Ambos vestidos de gabardina negra sintieron ese silencio cuando la muerte llega.
John se había criado en los bajos fondos de la ciudad, había visto morir de frío decenas de mendigos y siempre llevaba consigo mil cosas en las manos: la linterna, la cámara, la libreta, el lápiz, la caja de cigarrillos y el encendedor. Paul era más reservado, un accidente en acto de servicio le había seccionado una pierna y no podía caminar correctamente.
El suelo por fin dejó de temblar, se acercaron al centro de la sala y observaron la escena, sin duda una bala había sido la causa de la muerte. Los detectives tenían que actuar rápido. Uno de ellos intentó escuchar si el corazón de la víctima aún latía.
Oyeron la voz del doctor fuera de la sala. Todo buen detective quiere ser el primero en inspeccionar la escena del crimen antes de que las pruebas se pierdan o contaminen. Por ello John no dudó, metió sus manos dentro del corazón y extrajo la bala.
De repente se abrió una gran hendidura en la bisectriz de la bóveda, dejando entrar una gran cantidad de luz proveniente de un foco superior. La bóveda ya sin clave se abrió sobre la atónita mirada de los dos detectives.
Con la bala en las patas, las dos cucarachas abandonaron el cadáver dejando paso al forense que se abría camino por el esternón.