Era el caso más difícil con el que me había encontrado en mí larga trayectoria como detective. Todo comenzó una aburrida tarde de verano, el ventilador al máximo de potencia, el whisky con hielo para enfriar las neuronas y los pies encima de la mesa para relajar el cuerpo.
Cuando se abrió la puerta, de repente, la tarde gris dejó pasar la luz a raudales en la pequeña pieza en la que tenía el despacho. Aquel escenario había contemplado cosas y casos muy extraños, pero nunca antes se había enfrentado a nada parecido como lo que ocurrió.
Está claro que acepté el caso por las piernas de mi clienta, eran las más rectas y esbeltas que habían contemplado mis ojos. El resto no dejaba nada mal las expectativas, un pelo ensortijado de tono pajizo hubiera vuelto loco a cualquier mortal si no lo estaba ya al ver las curvas de un cuerpo prácticamente perfecto.
-Necesito su ayuda, -fueron las primeras palabras que salieron de una boca de un color rojo carmesí – a continuación, me lanzó a bocajarro- mi marido me engaña.
Hasta entonces todo cuadraba con mi trabajo de huele braguetas, pero las cosas se fueron complicando.
Mis primeras indagaciones me llevaron a conocer a un tipo que no parecía resultar nada peligroso y mucho menos en cuestiones amorosas, de ahí me vino la primera sospecha acerca de que mi clienta me estaba mintiendo.
En la segunda entrevista que tuve con ella me contó, con detalle, como la maltrataba y lo insoportable que resultaba la convivencia con un ser tan odioso.
Además de este tipo de confidencias o precisamente como fruto de estas, la proximidad entre ella y yo avanzó a pasos de gigante y no tardamos en tener una relación íntima convertida en un volcán de lava ardiente.
Una cosa trajo a la otra y no tardó mucho en proponerme que me deshiciera de su marido. Íbamos a ser muy felices en una isla a la que nos escaparíamos con el dinero del seguro de vida que cobraría. Todo parecía estar en orden, el esposo malvado, la pobre mujer sufriendo de manera injusta y el tonto útil que hace el trabajo más feo.
Los años de profesión me habían enseñado que no es bueno compatibilizar trabajo y sentimientos. El aviso ya llegaba tarde porque estaba enamorado hasta las trancas de una mujer que hacía de mi lo que quería. Preparó con detalle como deshacernos de él, yo le seguí el juego hasta el último momento, en el que un rayo de sensatez ocupó mi mente, y le di un giró al guion previsto, dejando que fuera ella la que tomara la iniciativa. Todo sucedió muy rápido, incluso la intervención policial que puso las cosas en su sitio. El resultado fue que ella acabó en la cárcel, el marido dos metros bajo tierra y yo sin licencia para seguir trabajando.