TORTURAS
ISAAC NIDAM BENZADON | ISAAC

“¡No veo nada! ¡Mamá! ¿Estás ahí?”. El hombre del polo a rayas verdes se abalanzó sobre mí, justo cuando salía de la lavandería, en esa calle estrecha de difícil acceso que parte de la plaza del Congreso. Me agarró con ambos brazos, por detrás. Me arrastró como a un saco hasta la esquina, donde tenía aparcada una furgoneta de reparto, sin ventanas en la parte trasera.

Mi único recuerdo era verme en el aire, avanzando deprisa así como su tremenda fuerza física. Al tirarme sobre el espacio de la carga, pude girarme y ver su polo, pero tenía la cara cubierta con un pasamontañas y, en los ojos, unas gafas de sol negras. De un golpe seco, me dejó inconsciente. Era la primera vez que alguien me pegaba.

Peso unos cuarenta y cinco kilos y, un puñetazo como ese, me podría dejar dormida más de un día, aunque tampoco podría asegurar cuánto estuve sin conocimiento. Me desperté aquí, en esta oscuridad y, al tratar de extender los brazos, no alcanzaba a tocar nada.

Me han clavado a este suelo de tierra con un cinturón que me rodea la cintura, fijado al suelo con unos clavos largos. He probado a gritar, a patalear durante horas, hasta agotarme, y no sucede nada. Estoy sin comer desde hace mucho…

Se abre una compuerta y el hombre de rayas entra en mi habitáculo. Sin hablarme, pone un
plato de aluminio sobre mi abdomen, con tres salchichas, un trozo de pan seco y una patata hervida fría. Para beber, pegada a mi cintura, una botella de cincuenta centilitros de agua. Y grito: “¡Soy vegana! ¡Joder!” No hay eco, debo estar en un sitio muy profundo.

Mi madre estará sufriendo. Javi, un joven policía quince años menor que ella, hace las veces de mi padre. Se conocieron cuando tuvo el accidente. Venía a casa constantemente, hasta que murió completamente solo en el hospital. Le dejó la vida solucionada y, a los cinco meses, tuvo la cara de presentármelo. Dijo que se amaban y ya desde esa noche, se metió en su cama.
Tenía facilidad para mandar y tomar decisiones: mi madre estaba completamente ciega.

Aquí dentro hace frío; llevaré una semana. Se vuelve a abrir la puerta: “¡Hija mía! ¡Estás viva! Se echó, casi sin fuerzas, sobre mí y me explicó que ese hombre, al que tanto amaba, tenía un pasado de agresiones en otra comisaría en Valladolid. Al parecer, le venían siguiendo y que, aunque alguna vez se sintió amenazada por él, no le dio importancia. Le detuvieron en los alrededores de un zulo.

El polo era de mi padre.