Traición
Mª Encarnación Peñalver Martínez | Pomum

La habitación estaba a oscuras. Un olor agrio de sangre de varios días rezumaba en su garganta. La chica, amordazada, se había desmayado hacía unos minutos. No había podido soportar el último puñetazo en la mejilla derecha. Él se había puesto un puño americano y había descargado unos cuantos golpes sobre ella. Amanda estaba sentada en una silla metálica gris maniatada. Un pequeño río de sangre desfilaba desde su frente y labio al suelo, utilizando su larga cabellera rubia a modo de autopista. Un foco la alumbraba de forma incesante desde hacía ochos horas, cuando la había raptado en el parking del supermercado. Todo había sido muy rápido. La había seguido muchas veces. Sabía sus costumbres y horarios, quiénes eran sus amigos y dónde vivían. Había seguido también a sus padres. Lo sabía todo: chica soltera de veinticuatro años, recién licenciada en Derecho por la Universidad de Michigan, vegetariana, amante de los animales y del deporte. Alegre, optimista e independiente. Con un físico imponente y muy guapa.
Nunca pudo superar el rechazo que Amanda le hizo en la universidad, cuando él la quiso invitar a una fiesta y ella lo rechazó arguyendo que tenía que estudiar, para, más tarde, verla de la mano del capitán del equipo de fútbol.
No podía soportarlo, todas las mujeres que le habían importado en su vida lo habían despreciado: su madre porque decía que se parecía a su padre, el cual los abandonó siendo el un bebé; su abuela que era su cuidadora, que lo maltrataba y ridiculizaba delante de las vecinas; y ella. Pero eso se iba a acabar. Ya le había dado su merecido a su madre y a su abuela. Ahora te tocaba a Amanda. No se lo pensó dos veces, sacó el cuchillo de la manta y se acercó. Ahora solo tenía que elegir por dónde iba a empezar. ¿Quizá por los pies, o tal vez la cabeza?
La puerta se abrió. Allí estaba ella, su maestra de infantil. La policía había ido a buscarla a casa. Sabían que era la única que podía hacerlo parar. La nave estaba cercada de policía desde hacía un par de horas, pero él se negaba a salir. Sabía que no se podría librar de la silla eléctrica y, además, quería terminar su obra.
—Brian, deja a la chica y ven conmigo—, le ordenó amablemente la anciana. Ellos pueden ayudarte. Tú no tienes la culpa de nada. La vida te ha tratado mal, pero esta no es la solución.
De repente, una neblina lo ensombreció todo. Habían aprovechado la distracción de Brian para entrar y lanzar gases lacrimógenos. En pocos segundos todo había acabado.
Él yacía muerto en el suelo con una bala en la cabeza. La chica estaba siendo atendida por los medios de emergencia. La anciana lloraba desconsoladamente en el coche.