TRAS LA PISTA DE UNA HISTORIA REAL
David Soria Cáceres | Wanchito

Te encontré sentado con ojos vidriosos e inundados de lágrimas. El humo del cigarro disipaba tus manos temblorosas y cada calada iluminaba tu rostro partido. Imaginé que estabas cegado por el miedo y el dolor. Luces azules estroboscópicas iluminaban la amplia avenida en aquella silenciosa noche invernal adornada con murmullos y sombras antropomorfas sin rumbo fijo a ojos de un extraño.

Minutos antes me veía inmerso en un incendio. La puerta se encontraba semiabierta con las llaves puestas en la parte interior, lo que produjo que la caja de escaleras se inundara de humo, la visibilidad era prácticamente nula. Tras un rastreo a ciegas llegamos al foco del incendio que se había engendrado en el cuarto de baño, quedando totalmente calcinado. En su interior se hallaba una majestuosa bañera italiana. Nos sorprendió lo que encontramos dentro: un cuerpo carbonizado, parcialmente cubierto en sus extremidades inferiores por blanquecinos trozos de escayola desplomados del falso techo. Me pregunté si el destino puede ser tan burdo y absurdo como para que las personas podamos acabar así de manera accidental.

Nos cruzamos las miradas bajando las escaleras en el rellano del portal. Tus ojos auxiliaban apoyo, tu mueca triste y descolocada solicitaba clemencia a pesar de tu aspecto rudo y tatuado. Recuerdo que me senté junto a ti, descolocado tras observar tu gesto de persignación, y sin florituras te lo conté, quizás no de la manera que marca el protocolo. Tampoco tardé en suponer que se trataba de tu pareja. Desconsolado, rompiste a llorar y te abrazaste a mi cuerpo sucio, sudado, maloliente e infesto de humo. Tal vez no era el mejor lugar para tu consuelo, pero accedí. En ese momento se me partió el alma.

Un policía bigotudo y taciturno entrado en años se dirigió hacia ti para facilitarte una manta. Le preguntaste si podías ver a tu novio. Te explicó el decrépito estado en el que se encontraba, pero insististe y aceptó. Podía apreciarse la decoración minimalista del amplio vestíbulo, ya limpio de humo, con tres estanterías hexagonales montadas en la pared. En una de ellas se apreciaba un portarretratos de madera y vidrio, eran ustedes abrazados bajo un fondo azul. Avanzamos por el largo pasillo mientras me agarrabas fuertemente la mano, la tarima flotante de color antracita, sucia y embarrada por restos de agua, ceniza y cascotes, contrastaba con el blanco de las paredes. Con resignación dirigí el haz de luz hacia la bañera, donde yacía tu pareja. Para mí nada de aquello era divertido, aunque tampoco espantoso. Una mirada torva se fijó en mí, sintiéndome culpable, vulnerable y juzgado. Solamente era algo que tenía que hacer, que lo consideraba necesario, para que el castigo se ajustara con el dolor de tu corazón. El policía te tranquilizó, incluso te abrazó. Supongo que él también te creyó y fue preso de tu trampa.

Semanas después el informe pericial del forense dictó con claridad: aquel hombre falleció debido a una herida mortal en el corazón previamente a ser calcinado. Aún así, todavía te sigo creyendo.