Hace meses que la observo y que la sigo. A veces, cuando nos cruzamos, pienso que incluso podría llegar ya a reconocerme. Sin embargo, no me conoce. Yo en cambio sé de sus ojos, de su boca, de su sonrisa. Me han contado tantas cosas que si lo supiera se quedaría callada, luego seguramente me miraría con enfado, después con miedo. Porque sé de sus amigos, de sus encuentros y de sus lugares, del bar al que va a pensar, del café en donde despista la rutina, de la almohada en donde descansa y que impregna aún al final del día con su perfume. Hasta allí he podido seguirle… pero aún hay muchas cosas que no entiendo.
De la billetera extraigo su fotografía, como si la arrancara de ella. La miro una última vez, con detenimiento, como si fuese la primera vez que la miro, pero en verdad es la última. Desde la terraza de este bar arrojo su imagen hacia el asfalto donde ya nadie, ni yo, pueda volver a mirarle. Recorro luego la calle en silencio, como si la ciudad durmiera y tuviese miedo a despertarla. Disimulando el bulto bajo el abrigo, voy andando, pateando mi mirada, cual se patea una lata vacía.
Ahora estarás llegando a casa, luego del trabajo que odias. Atravesarás ese portal que nadie limpia, y a pesar de contar con un ascensor, subirás esos 15 peldaños que te llevarán hasta tu puerta donde a sus espaldas suspirarás de alivio tras descalzarte. Después te dirigirás a tu habitación, te recostarás sobre tu cama y tomarás una pastilla de ese frasco que intentas esconder al fondo de la mesita de noche para caer rendida luego de despistarte unos minutos en el móvil entre lecturas, vídeos y noticias. Para entonces, yo estaré en el ascensor.
Con las llaves que me dieron entro sin esfuerzos a tu apartamento. Me dirijo a tu habitación, en donde el revolver que ocultaba bajo el abrigo ya no tiene por qué ser ocultado. De pie, bajo el dintel de tu puerta, me congelo unos segundos para mirarte una última vez. Me prohíbo suspirar. Y así, sin titubear, cumplo con el trabajo. Desmonto el silenciador, limpio la boquilla y vuelvo a ocultar el arma bajo el abrigo. Salgo sin mirar atrás, sin pensar en tu nombre.
No sabes cuánto me duele pensar en tu rostro mañana.