«Una agente caída en cumplimiento de su deber», eso seré en minutos. Nadie sabrá quién me disparó, pero me llevaré la gloria de haber resuelto mi primer caso en apenas trece minutos.
Desperté muy temprano. Sara me tenía listo un desayuno, que la ansiedad me obligó a rechazar. No se cabreó. Ella sabía lo que significaba para mí estrenar uniforme y pisar por vez primera la unidad de Homicidios. Me deseó suerte con un beso. Fue toda la cafeína que ingerí esta mañana, y nuestro adiós.
El teniente Echegaray me recibió risueño. Al saludarnos, hizo una mueca de dolor causada por tres arañazos en su moflete derecho. Su efluvio a colonia, el más repugnante que he olido, me provocó náusea instantánea. Por eso no memoricé ningún nombre de los que me fueron presentados. Todos me miraron con el típico brillo con el que se mira a la nueva y luego, cuando subí al coche con Echegaray, los imaginé fanfarroneando sobre cuál de ellos sería el primero en follarme, ajenos a que solo abro la esclusa de mi cuerpo a Sara. Mi Sara.
No tardamos en llegar a la escena del crimen. Echegaray no tomó precaución alguna para entrar a esta asquerosa caravana ubicada en medio de la nada. «Oficio de años», pensé pistola en mano y con coraza antibalas, asustada.
—¿Cómo lo ves? —preguntó. Testaba el talento de su nueva compañera.
Le pedí tiempo. La postura de la mujer y los alrededores sugerían muchísimas variables. «Sufrió mucho antes de morir», pensé, pero no lo dije. Él se apartó para fumar, convencido de que yo tardaría intentando demostrar lo aprendido en la academia y de que, fácilmente, desmontaría cada una de mis hipótesis sin abandonar esa sonrisa amarillenta. En su fantasía, además de mi fascinación por su sapiencia, llegó a tener su polla en mi boca. Era evidente.
Me moví alrededor del cuerpo, poniendo cuidado en no pisar la sangre que discurría desde la habitación, donde claramente hubo sexo forzado antes de que ella intentara librarse y correr. Me agaché motivada por un olor, no a cadáver. Y lo miré.
—¿La conoces? —pregunté.
Echegaray se acarició los tres arañazos. Su mirada, por primera vez, no fue burlona. Descifró el motivo de mi pregunta. Vino a mi cabeza Sara, su desayuno y mi único arrepentimiento: no haberme sentado a tomarlo con ella. Fue ahí que sonó el disparo que me derrumbó sobre la sangre ajena.
El trozo de plomo atravesó mi esternón por dónde único podía colarse a través del chaleco. Ahora, más que respirar, jadeo. Siete pasos acercan a Echegaray y vuelve a apuntarme. Apunta a mi cabeza. Mirándole a los ojos, siento que en otra situación me hubiera aplaudido. Por eso le sonrío. No tuve que decirle que la víctima tiene piel de mejilla incrustada en tres de sus uñas ni que huele a su colonia, la más repugnante que he olido. No hizo falta. Bastó una pregunta. Me bastaron trece minutos.