Serían las tres de la mañana, más o menos, por mi reloj biológico. El silencio compone una música sin partitura. La calle en la que abro mis ojos tiene farolas una si y otra no encendidas, desprenden un pequeño halo de vida, su luz es triste y solo iluminan el poste donde fueron adheridas.
Camino ahora más despacio, sin saber porqué mis piernas parecen intuir algo que puede violentar mi tranquilidad, las manos tiemblan ligeramente a ritmo con el parpadeo de la luz bajo la que me encuentro y un sudor frío me recorre todo el cuerpo.
La mente, en décimas de segundo, busca y escudriña en la soledad oscura de aquella infinita calle alguna justificación, los oídos potencian su función y escuchan el chirrido leve de unas cadenas que se dirigen hacia mí. La cadencia del golpeo del metal contra el suelo indica unos pasos, tal vez alguien con dudosa intención.
Tengo poco tiempo, siento los latidos de mi corazón, que incrementa rápidamente la inhalación y exhalación y su vibración casi no me deja respirar. Ahora también escucho que arrastra uno de sus pies, acompañado por el giro que producen las ruedas en un cubo de basura, esos que venden en tiendas de jardinería y algunas personas afectadas por el mal de diógenes los suelen usar para transportar lo encontrado en su camino.
Tiene un olor a plástico nuevo, color verde caqui, tono preferido por el ejército para camuflarse en el entorno ante un ataque o cualquier intervención militar. No entiendo porqué veo tan cerca estas paredes verdes, y como puede cruzarse, alternativamente, la planta de mis pies con otras cabezas que están con los ojos abiertos. Apenas hay luz y parece que ha llovido bastante, el charco en el que me encuentro es muy profundo, la temperatura es cálida y agradable, el único inconveniente es este olor a sangre rancia que inunda todo.
Carezco de ese miedo atroz a desconocer el futuro, estoy seguro de mí mismo. Mis ingresos están mermados, debo el recibo de la comunidad y una compra de filetes, el carnicero, muy amablemente lo dejó pasar por alto hasta que me recuperara económicamente, probablemente por su afán de conseguir nuevos clientes. Recuerdo haber salido a comprar carne. No existe vínculo con el matarife, apenas he venido dos veces a comprar, no creo tener tanta confianza para estar detrás del mostrador. Reconozco a ese matrimonio octogenario, vive debajo de mi piso, me señalan con una sonrisa irónica y satisfecha, nunca les guste.
Creo que vuelvo a buscar respuestas a la calle, pero ahora es un plástico tenso y transparente el que presiona mi cara. La parte trasera de mi cabeza descansa contra una plancha de corcho blanco, puedo ver como ha amanecido en la ciudad, y todo está en silencio.
El movimiento acampanado de la bolsa me deja leer los números del reverso de una etiqueta… Seis euros el kilo, con un total de treinta y seis con cincuenta euros.
FIN.