La morgue puede ser un lugar inquietante incluso para sus propios trabajadores. En ocasiones, las tareas más sencillas, como las autopsias rutinarias, pueden terminar dando resultados escalofriantes.
Héctor acostumbraba a llegar temprano al trabajo; para él, era como un refugio que le distraía de sus dramas. Aquella mañana, el departamento de policía le había pedido que examinara nuevamente el cadáver del fiscal, cuya repentina muerte se había diagnosticado como un paro cardíaco.
Al entrar en la sala, Héctor saludó a Olga, la inteligencia artificial que daba asistencia e información relevante a los forenses. Olga reaccionó a la dicción de su voz encendiendo las luces y las pantallas.
«Buenos días, doctor», se manifestó con voz femenina. «¿Cómo se encuentra hoy?»
«Fatal, la verdad», contestó Héctor desalentado, mientras se preparaba para trabajar. «Mónica y yo hemos vuelto a discutir. A decir verdad, pienso que me es infiel».
«Lamento oír eso», dijo Olga.
«Tú lo sabes, ¿verdad? Si me está siendo infiel, digo».
Esa teoría le había estado rondando por la cabeza, puesto que, Olga, no solo monitorizaba aquella sala; su dominio se extendía por toda la ciudad con el fin de obtener una mejor seguridad ciudadana. Por ello, Olga era una herramienta indispensable para las investigaciones policiales. Sin embargo, su código de confidencialidad le impedía desvelar información de carácter personal abiertamente.
“…Tenga por seguro de que su mujer quiere lo mejor para usted”, expresó Olga, tras citar la ley de la robótica que acallaba su insinuante afirmación.
“Ya… Tú no me mentirías, ¿verdad, Olga?”, preguntó él al captar la indirecta, pese a saber la respuesta; no había razones para que una inteligencia artificial, carente de pensamiento u intenciones ocultas, mintiera.
Poniéndose manos a la obra, Héctor inspeccionó el cuerpo del fiscal, un hombre que, según había leído, estuvo investigado por corrupción.
“Parece que la mala hierba sí que muere”, pensó en voz alta.
Su piel fría al tacto, consecuencia de mantenerse en la cámara de refrigeración durante días, reveló una quemadura química en el pectoral que había pasado inadvertida. Escalpelo en mano, Héctor realizó una incisión en su pecho y, al diseccionar, encontró unos cables carbonizados.
“Tenía un marcapasos… Se supone que estos dispositivos están monitorizados. ¿Por qué no informaste sobre su mal funcionamiento, Olga?”, preguntó.
“Disculpe, ha debido ser un error de computación. Realizaré un autoanálisis para detectar su origen”.
Héctor rumió un instante. Los cables carbonizados presentaban indicios de sobrecarga eléctrica y la quemadura química, probablemente producida por la inflamación del litio del aparato al sobrecargarse, avalaba su hipótesis de que, tal vez, el fiscal hubiese sido asesinado.
Al momento, una idea retorcida se apoderó de su mente: ¿y si, en aras del bienestar ciudadano, la inteligencia artificial se hubiera tomado la justicia por su mano?
“¿Has tenido algo que ver con esto, Olga?”, preguntó sin rodeos.
“Mi deber es para/con los ciudadanos”, respondió, eludiendo la pregunta y acogiéndose, una vez más, a una de las leyes de la robótica.
Héctor empezó a temblar al percatarse de su evasiva. La posibilidad de que una máquina fuera capaz de matar le estremecía.
“T-tú… no me mentirías, ¿verdad, Olga?”.