La palpitación en la base de la coronilla te despierta. La tierra húmeda penetra por tus fosas nasales y la piel se te estremece cuando empiezas a notar la gélida atmósfera que te rodea. Al abrir los ojos solo logras distinguir unos pájaros cruzar fugazmente el ceniciento cielo. Entonces miras a tu alrededor y ves el cadáver yacer junto a ti. Te enderezas y aprietas los puños reiteradas veces, intentando desentumecer las articulaciones sin éxito. De pie, observas de nuevo el cuerpo e inspiras profundamente. Esta vez tienes que evitar desmayarte, puede que tu cabeza no resista otro golpe así.
La persona a tus pies tiene el rostro cubierto. Posiblemente alguien lo haya tapado porque tenga la cara destrozada, aunque no recuerdas esa imagen. Quizá tu memoria la haya desechado para protegerte. Ya te advirtieron de que la primera vez que vieses un muerto podrías reaccionar de cualquier manera. Pero debes superarlo, llevas solo dos semanas trabajando en Homicidios y es ahora cuando se está forjando tu perfil entre los compañeros. Esas primeras impresiones quedarán talladas en piedra para siempre.
Apartas tus egoístas pensamientos y vuelves al trabajo. Revisas los detalles de la escena del crimen, pero no puedes evitar compadecerte de esa persona. Por momentos, te evades del bullicio de gente a tu alrededor, tomando muestras y conjeturando, y observas unas gotas de agua estancadas entre las líneas de sus palmas. Miras su ropa intacta, sin atisbo de forcejeo alguno, aunque embarrada. Ver que es algo que tú podrías llevar puesto ese mismo día te hace empatizar todavía más y te hunde en la conmiseración. Y luego te preguntas qué harán con su ropa. Sabes que no es políticamente correcto hacerte esa pregunta, pero nadie te juzgará por ello. Todo el mundo sabe que no se puede controlar el tren de pensamientos.
Vuelves a estar en medio del tumulto. Son muchas caras nuevas, apenas reconoces dos o tres. Con el del laboratorio tuviste la oportunidad de intercambiar unas triviales palabras días atrás, mientras os sacabais un café. No es mucho, pero suficiente para que al menos te salude al cruzarse contigo, cosa que no hace. Ni siquiera te mira, y eso te enfurece aún más. Si él no quiere saber nada de ti, tú, tampoco. Es tu orgullo el que ha tomado las riendas, y se lo permites.
Hincas la rodilla y escrutas su cuello en busca de pistas por descubrir. Al levantar la vista, una mujer se aproxima hacia ti con la mirada en otro sitio. No tienes tiempo de sortearla y la voz se ahoga en tu garganta cuando pretendes prevenirla. Crees que el choque es inevitable, cierras los ojos y esta te atraviesa sin más.
—¡Qué calor! —piensas.
—¡Qué frío! —manifiesta ella en voz alta.
Te preguntas qué ha pasado, y entonces un puñado de fotogramas se agolpan en tu mente. Te apresuras a destapar el rostro del cadáver y todo a tu alrededor comienza a derrumbarse cuando te ves sin vida en el suelo.