Era la segunda carta que recibía Artur Puertas, un afamado pianista que salía de la comisaría para denunciar una amenaza de muerte. En la carta ponía “estás muerto”. Estaba muy nervioso y se apresuraba para llegar a casa antes de que diese la media noche. No podía ser que esto le estuviese pasando a él. Quién querría acabar con su vida si a lo único a lo que él se había dedicado pasionalmente era a la música. De vuelta a casa, esquina calle Relatores con Atocha, se encontró de repente con Elvira, una antigua alumna de lírica, despeinada, totalmente enajenada y con una pistola en mano que le apuntaba directamente. Accionó su arma un par de veces, la primera bala le entró en el húmero del brazo derecho. Ahora serás tú el que nunca podrá volver a tocar el piano y entenderás lo que duele verse obligada a dejar lo que tanto uno ama, decía Elvira. La segunda bala se disparó, sin que hubiese tal intención, mientras él yacía en el suelo tras haber sido zarandeado por el primer disparo, con la mala suerte de que esta acabó segando mortalmente su yugular. Artur se desangraba en un reguero rojo brillante y su vida se difuminaba irremediablemente. En un último aliento exhaló que lo tratara bien, que ya había arreglado su testamento y que estaría muy orgulloso de que siguiese sus pasos. Ella aterrada, histérica y sin parar de temblar se fue a su pequeño estudio de Lavapies donde le esperaba su hijo de 5 años. Lo abrazó fuertemente y entre sollozos dijo: tranquilo hijo mío, yo no llegaré pero tú sí, ¡tú sí!. Tú serás alguien. Al fin tu padre te tuvo en cuenta.