TÚ Y YO
Eider Matxinandiarena | Matxin

No me lo podía creer, mi mujer bañada en un charco de sangre. Saqué el teléfono móvil del bolsillo trasero del pantalón y llamé a la ambulancia, aunque intuía que ya era demasiado tarde. Mientras daba la dirección de mi casa a la chica al otro lado de la línea, mi hija me miraba con sus grandes ojos marrones desde una esquina de la cocina, sujetándose a la pata de la mesa.
Todos en la familia estaban conmocionados, fue un escándalo. No era para menos, además, ya todos sabían que Victoria estaba embarazada de nuestro segundo bebé. Y a mí me habían apresado. Cuando la policía llegó a casa, estaba completamente manchado de sangre y no supe reaccionar. Me llevaron directamente al calabozo. Me dijeron que mi hermana se haría cargo de mi hija hasta que se resolviese todo aquel asunto.
Aunque me interrogaron un par de veces esa misma tarde yo seguía sin poder articular palabra. De todas maneras, me di cuenta que ni hacía falta, pues el policía que se había hecho cargo del caso daba por sentado mi autoría del asesinato. Solo quería escuchar de mi boca que sí, que efectivamente fui yo quien le había asestado aquella puñalada a mi mujer.
Agradecí que me dejasen ir al entierro. Llegué esposado, y para cuando me di cuenta mi hija corría hacia mí con los brazos abiertos. Me arrodillé y hundí mi cara en su media melena, aspirando su olor e intentando retenerlo, pues sabía que pasaría tiempo hasta que tuviera otra vez la oportunidad de tenerla tan cerca. Éramos el blanco de todas las miradas, miradas incriminatorias, de asombro, qué se yo. Poco me importaba, solo me preocupaba ella.
Lloré durante la ceremonia, las lágrimas corrían imparables por mis mejillas. Victoria, mi querida Victoria ya no estaba entre nosotros, y tampoco lo estaría jamás aquel ser que crecía en su interior. Daniel lo íbamos a llamar, nuestro Dani. ¿Por qué se torció todo? Solo éramos una familia normal de clase media, como tantas otras. Hasta hace dos días, porque ahora ya nada tenía sentido. Y lo que más me dolía era que ella no se daba cuenta, no era consciente de la situación a sus nueve años.
– Ahora ya podemos estar siempre juntos, papi, tú y yo –me dijo.
– No, cariño, lo que has hecho está mal, muy mal, y por eso papi va a estar encerrado en un sitio muy oscuro durante mucho tiempo.
Se quedó muda, sin comprender mis palabras. Cuando mi hermana me abrazó para despedirnos, aproveché para susurrarle al oído:
– Nunca se lo reveles a nadie, pero llévala al psiquiatra, por favor, fue ella.