Último placer
Ignacio Condés Obón | Lily Chen

No le quedaba mucho tiempo y no pensaba marcharse sin asegurarse de que Mitch Torino pagaba su deuda.

Si los doctores estaban en lo cierto, los efectos de la enfermedad eran ya irreversibles, pero completamente invisibles. Sólo el rastro de sangre, tras los ataques de tos compulsiva, podrían haber indicado que algo no andaba del todo bien. Demasiadas horas aspirando los gases tóxicos en la tintorería de la calle Baxter. Era eso o recorrer la misma calle buscando una esquina libre a medianoche.

Cómo los Torino se hicieron con el negocio y utilizaban la red de establecimientos para blanquear algo más que las camisas de los ejecutivos de Manhattan, se le escapaba, pero que se saltaron todos los controles de seguridad, con consecuencias catastróficas, era algo que la lista de fallecidas entre sus trabajadoras no dejaba lugar a dudas. Hasta donde pudo investigar eran más de cincuenta, solo contando las que no se habían marchado de la ciudad en los últimos diez años. Todas mujeres, todas menores de cuarenta años.

No le quedaba mucho tiempo, y solo tenía dos opciones. La denuncia colectiva, reuniendo los testimonios de las afectadas o sus familiares, y las pruebas de la falta de mecanismos de protección y el abuso de productos peligrosos en sus establecimientos, o bien un camino algo más directo. Joderle la vida al responsable. Y tal como estaban las cosas, y la velocidad a la que un caso como este podría instruirse, la vía directa resultaba la única opción.

Sabía que la familia Torino tenía un verdadero enemigo, que no era precisamente la policía ni la fiscalía. Si conseguía algo que darles a los jefes al norte del parque, si pudiera serviles en bandeja su cabeza, ellos se encargarían de separarla del cuerpo. Y ella sabía cuál era la debilidad del señor Torino. El día que pidió trabajo en la tintorería solo le hicieron un par de preguntas, ¿qué edad tienes? ¿puedes quitarte un segundo el abrigo? De eso hacía ya demasiado tiempo, pero esta noche vas a recordar porque me contrataste, hijo de puta, pensaba mientras se pintaba los labios.

Llegar hasta su casa fue extremadamente fácil, casi mareaba la sensación de victoria, mientras anotaba toda la información a la que pudo acceder en apenas un par de horas de reunión. Los hombres jugueteaban con sus armas, se sentían poderosos, sentados en el salón discutiendo a gritos, mientras ella desde la cocina apuraba un vaso de whiskey.
Hizo una llamada, solo necesitó transmitir tres datos con exquisita precisión, sabía que era suficiente.
Cuando Mitch quiso darse cuenta y entró apresurado en la cocina, ella estaba lista para marcharse, y para aceptar las consecuencias. Quedaron en el bar de Joe, la noche siguiente, imaginó que era allí donde acabaría todo.

Se reservó un último placer, llamar a Mitch desde el teléfono de Joe, antes de abandonarse en los brazos de su ejecutor.
Lo saben todo, todo.
Jódete cabrón. No hay peor enfermedad que la muerte.