UN AROMA INTENSO Y DULZÓN
EVA MARÍA GARCÍA MATOS | Uxa Úscula

Un aroma intenso y dulzón acompañaba a la ráfaga de aire que lo despertó. Abrió los ojos con dificultad. La sangre que se había coagulado en sus pestañas le decía que algo horrible había pasado.
Buscó a tientas. El fuego apenas alumbraba ya las sombras de aquella cueva. Sintió el cuerpo frío y sin vida de la mujer y también percibió que le suplicaba venganza.
Se levanto despacio. Se sentía mareado y sin fuerzas. La brecha que se había abierto en su cabeza aún continuaba sangrando. Aún así, buscó la salida. Tal vez el asesino no estuviese lejos.
Busco las pisadas en la tierra húmeda de la entrada. Le extrañó que tuviesen una única dirección. Parecía ser que alguien había entrado, pero no salido. Escuchó con atención. Podría estar acechándolo en algún rincón detrás de una gran roca.
Despacio, volvió hasta la hoguera e intentó avivar el fuego. Las brasas se negaron. Alguien le había echado agua y ahora era imposible que volviesen a prender.
Se resignó. Tendría que buscar en la oscuridad.
Intentó recordar cómo era aquella cueva, pero a pesar de esforzarse, le resultó imposible. Escuchó un gemido. Sintió que la boca del estómago se le encogía de miedo y agarró con más fuerza el hacha de silex que llevaba en la mano.
Con lentitud se fue acercando, otro gemido le guio hacia aquel que yacía en el suelo. Un pequeño rayo de sol había entrado por la boca de la cueva permitiéndole observar al asesino. Era un hombre joven, cuyo rostro estaba destrozado por los golpes. Se preguntó como lo habría vencido.
Miró hacia donde estaba tendido el cuerpo de la mujer. Ahora era un silueta oscura que la luz del sol perfilaba. Contempló su hermoso cuerpo, inerte, ensangrentado y el odio levantó su mano e hizo caer su hacha sobre la cabeza del moribundo.
Los gemidos cesaron y una sensación de triunfo invadió su pecho. Esperaba que ella, allá donde su alma hubiese partido, se sintiese vengada. Suspiró, le costaba respirar, un fuerte golpe debía de haberle partido las costillas.
Se encaminó hacia el pequeño regato, donde ahora, la luz del sol reflejaba su rostro. No se acordaba de él; la verdad, es que no se acordaba de nada. Ahora, aquella cueva era su mundo. Tampoco recordaba el rostro de la mujer que permanecía boca a bajo, sobre la tierra. Supuso que sería su compañera, pero tampoco lo sabía.
Sintió compasión. Se lo lavaría como había lavado el suyo. Así la muerte la vería hermosa y su alma podría viajar hacia el Sol.
Caminó despacio, esquivando la estalactita que estaba cubierta de pelo y sangre. Se tocó la cabeza y descubrió quien había sido la causante de su brecha. Aquella que lo había empujado contra ella.
Giró a la mujer y descubrió unos ojos espantados que acababan de descubrir el rostro de su asesino. Porque lo último que vieron, fue el hacha cayendo sobre ellos cuando la memoria del hombre regresó del olvido.