UN ASESINATO MATEMÁTICO
Rocío Álvarez Saiz | Rocanlo

—Buenas tardes, inspectora Alegría.
—Buenas tardes, Campos. ¿Qué tenemos? —preguntó la inspectora asomándose al aula. Hacía años que no pisaba un colegio.
—Profesor de matemáticas asesinado con un compás clavado en el ojo y una escuadra en el corazón.
— ¡Vaya por Dios! Pobre hombre. ¿Hay algún testigo? —preguntó la inspectora mientras se santiguaba.
—Dos alumnos. Estaban castigados a quedarse en clase hasta las siete. Están allí sentados. —Campos señaló a los pupitres del fondo—. Se llaman Óscar y Juanín. Por cierto, les he dicho que dejen sobre una mesa todo lo que lleven en los bolsillos.
La inspectora se dirigió hacia ellos dispuesta a hacerles unas preguntas.
—Hola, muchachos, soy la inspectora Alegría. Sé que habéis vivido un momento horrible, pero necesito saber que ha sucedido.
Los chicos se rieron. Les hacía gracia el nombre de la mujer.
—Nosotros no vimos nada —decidió intervenir Óscar—. Estábamos en clase con el profesor Alejandro. Sobre las seis y media recibió una llamada de teléfono y empezó a discutir con la persona que estaba al otro lado. Entonces nos dijo que saliéramos de clase y que volviéramos en cinco minutos. Cuando regresamos ya estaba muerto.
—¿Sabéis con quién estaba hablando?
—En una ocasión dijo algo de René y nosotros solo conocemos a un René: el conserje.
—Perfecto. Una última pregunta, niños.
— No somos niños —manifestó Óscar molesto.
— ¡Oh! Perdone usted —dijo la inspectora con retintín— ¿Qué hicisteis durante esos cinco minutos?
—Fuimos al baño a fumar.
—¡A fumar!, pero si tenéis catorce años, ¡por el amor bendito!
Los chicos volvieron a reírse.
—¿Has salido de un convento? —se atrevió a decir Juanín.
—Eres muy listo, muchacho. Antes de inspectora fui madre superiora en el convento de Santa Inés —dijo Alegría guiñándole un ojo.
El subinspector Campos se acercó a ellos.
—Hay que interrogar al conserje. Creo que ha discutido con el profesor por teléfono —le indicó la inspectora.
—Me pongo a ello. Voy a comprobar las últimas llamadas que constan en el móvil del profesor.
En ese momento, Alegría se percató del codazo que Juanín le daba a Óscar. Alguien se estaba poniendo nervioso.
—¿Estas son vuestras cosas? —preguntó la inspectora—. Llaves, dinero, chicles… ¿Y los cigarrillos?
—Eh… solo teníamos dos.
—¿Y el mechero?
—Pues…, perdido.
—Ya. ¿Pensabais tomarme el pelo, querubines?
—Queru… , ¿qué?
—Nada. Virgen santísima, dadme vuestros móviles ahora mismo. Los jóvenes de hoy en día tenéis un defecto: grabarlo todo —aseguró la inspectora mientras cogía uno de los móviles.
El vídeo que abrió era espeluznante. Tanta dureza, tanta maldad……
—Por todos los santos, ¡¿cómo habéis sido capaces de hacer esto?! Sois unos niños.
—¡Cállese, puta monja! —gritó Óscar—. El profesor era un gilipollas, explicaba de pena y únicamente sabía castigar. Le dimos su merecido.
—Niño, esa boca. No se dicen palabrotas, por el amor de Dios.
—¡Que no somos niñooos…!
El subinspector se aproximó al oír los gritos.
—En que mundo vivimos, Campos —dijo Alegría apenada—. Creo que estaba mejor en el convento.