Ese perverso diseñador había maleado a su inocente hija. La había embaucado con dinero, viajes, fiestas y drogas. Aunque hizo todo lo posible por recuperarla, no lo consiguió. Apareció muerta en un callejón.
Pero Cifu no iba a permitir que ese desgraciado se fuera de rositas.
Camuflado con gorra y gafas negras para que nadie pudiera reconocerle, días antes había comprado en el mercado negro una pistola con silenciador.
No necesitó idear un plan sofisticado. Conocía las costumbres de ese crápula. Solía regresar a casa de madrugada, y bastante ebrio.
Esta noche Cifu ha ido en metro hasta su vivienda y, apostado en un lugar discreto, espera su llegada. Conoce el barrio: en más de una ocasión espió la casa mientras su hija entraba y salía de ella. Así fue como su pequeña se había echado a perder, rechazando sus consejos de padre.
El diseñador llega más tarde de lo esperado. Por suerte, viene solo y aparca en la calle, no en el garaje.
Cuando sale del coche, sin mediar palabra, sin derrochar un solo insulto, sin pegarle un puñetazo, Cifu le dispara a bocajarro. Un disparo en la frente, certero, limpio. Se agacha, coge la cartera del bolsillo trasero de su pantalón y arroja las tarjetas y los billetes al suelo, prefabricando así la escenografía de un posible robo que ha terminado por complicarse. O quizá un ajuste de cuentas: ese tipo siempre andaba en malas compañías.
Cifu es optimista: a veces estos asesinatos tan chuscos son los más difíciles de resolver. “A la Policía le estimulan más los crímenes complejos, esos de novela negra nórdica”, piensa.
Nadie le ha visto. Quién va a estar en esta solitaria y gélida calle a estas horas de la madrugada…
Camina hasta la parada del metro y antes de entrar deposita la pistola en un contenedor de basura. En pocas horas acabará en el vertedero. Ni siquiera le preocupa que la encuentren: ha usado guantes para no dejar huellas. Con suerte, la Policía le ignorará.
Cuando llega a casa, se da una ducha caliente –quiere deshacerse del “olor del delito”– y, una vez seco, se acuesta junto a su mujer. La abraza amorosamente por la espalda y la besa en el cuello. Ella se estremece de placer.
Tras hacer el amor, ella pregunta sin preguntar: “¿Y bien?”, y él responde sin responder con un silencio elocuente. Ella le acaricia el pelo. Ambos se echan a llorar y se engarzan en un abrazo salvífico. Ahora sí pueden cerrar el duelo. En su conciencia catalogan el asesinato (del que no hablarán nunca) de venial. Justicia poética. Necesidad.
En la calle, iridiscentes copos de nieve blanquean la tenebrosa noche.
Horas después, en comisaría, conocida ya la noticia del asesinato, el comisario Cifuentes, “Cifu” para los amigos, libre de remordimientos, espolea ladina y enérgicamente con su voz de barítono a sus hombres para que detengan a “ese hijo de puta” que ha asesinado al extravagante modisto.