Un caso para el jubilado
Jesús Doblado Roldán | Juan Martín Valdivieso

Se agachó en silencio, haciendo crujir cada uno de sus maltrechos huesos. Con un bolígrafo, levantó la tela térmica, y comenzó a inspeccionar todos los detalles, mientras alumbraba con la linterna del móvil. Murmuraba ininteligibles palabras, las cuales circulaban entre los que observaban, haciendo más hipnótica su presencia.

A pesar de parecer concentrado en el cuerpo, sus ojos estaban fijos en la pantalla del móvil. Mientras parecía enfocar con la luz el cadáver, dirigía la cámara frontal del móvil hacia los curiosos agolpados tras su enorme espalda.
Aún recordaba las sabias palabras de su maestro. Aquel detective de pueblo dotado de una inteligencia prodigiosa, forjó en el intrépido joven un sagaz sabueso, capaz de detectar detalles donde otros no veían nada. En sus ojos concentrados se adivinaban dos puntos negros. Inspeccionaba cada cara y cada gesto.

“El asesino suele disfrutar entre el público”, solía decir su maestro. Y él lo estaba buscando. “Le gusta estar en segunda fila, intentando disimular. Pero la excitación interna bulle en el interior de manera descontrolada, y, aunque fuera un gran profesional, debe dejar escapar por algún lado una mueca de éxtasis”.
Y lo encontró. Miraba distraído, como si estuviera de paso, recién tropezado tras un paseo informal. Pero sus ojos lo delataban. Miraba como el niño después de haber escondido algo, mientras espera ansioso a ver quién lo descubre en primer lugar.

Por un momento, olvidó aquella cara. Sabía a ciencia cierta una cosa. Iba a convertirse en una nueva pesadilla. De esta manera, se concentró en el cadáver. Debía haber algo fuera de su alcance. Dirigió el bolígrafo a diferentes partes del cuerpo mientras observaba, de soslayo, la fija mirada golpeando en su nuca.

Quiso notar un brillo en aquellos iris sin vida, pero la luz se alejó de ellos, para acercarse a la boca de la chica. La abrió cuidadosamente, agradeciendo al rigor mortis su retraso en la llegada a ese frágil cuerpo. Inspeccionó su interior, sin ser capaz de ver nada, pero debía haber algo. Y, entonces, un detalle le pareció fuera de lugar. Aquella preciosa dentadura, tras seguros años de ortodoncia, presentaba algo chirriante. Un empaste metálico muy burdamente insertado.

Hizo uso de una pequeña pinza guardada en el bolsillo interior de la raída chaqueta de pana, y comenzó a extraer algo parecido a un pequeño rollo de papel plastificado, cuidadosamente introducido.
Cuando estaba a punto de extraer aquel extraño objeto, giró la cabeza, para comprobar su certeza. Y allí estaba, mirándolo con una escalofriante sonrisa, congelando su espíritu. Y, en décimas de segundo, desapareció de su vista.

Aquel desalmado necesitaba divertirse, pero no sabía una cosa: había encontrado al peor adversario posible.

Comenzaba un nuevo juego.