Edward Ballard Price había sido avisado de madrugada mientras dormía con el antifaz puesto en su lecho conyugal. Su mujer, acostumbrada a las llamadas que anuncian un asesinato, apenas se movió al oír el teléfono.
No sucedió lo mismo con Mr. Price que saltó de la cama y agarró el dichoso aparato.
– ¡Ya puede haberse muerto la mismísima Reina! –Gritó enfurecido.
–Lamento las horas, Mr. Price. Al parecer, un joven ha sufrido… digamos que un pequeño contratiempo –la voz al otro lado del teléfono, burlona, despertó una chispa de curiosidad en Mr. Price–. Debería usted verlo.
Se encontraba en un pub irlandés situado a las afueras de Birmingham llamado The Oldsheep Boy. Mr. Price entró sin saludar a la dueña del local, regordeta y con los labios pintados, que gritaba con el pecho hinchado a sus empleados.
Al entrar en la cocina, supo que el caso era muy poco común. No por el estado del cadáver o la falta de pruebas (nunca suponían un problema para él).
Era, sencillamente, el caso más ridículo al que se había enfrentado jamás.
Un hombre, de edad… irreconocible, yacía muerto con la cabeza metida dentro de la freidora, con varias quemaduras por el cuello y los hombros que habían provocado salpullidos y ampollas que supuraban un líquido blanquecino.
–¿Cómo diablos alguien acaba con la cabeza en una freidora? –espetó buscando una respuesta–.
–Y encima en horario laboral. Es que manda narices. ¬¬–apuntó un joven situado a su lado, con un delantal de cocina con el nombre del Pub impreso en él–.
–Supongo que, ¿perdiendo la cabeza? –acató Mr. Price, para sí mismo– es raro, muy raro… ¿Recuerda lo sucedido?
El joven lo miró fijamente, con unos ojos indecisos.
–Cada domingo para atraer público, ya sabe, invitamos a aquellos clientes que se toman más de cinco pintas a una ración de sausage and mash y en el Oldsheep Boy sieeeempre preparamos grandes cantidades de salchichas… –.
–Usando la freidora –apuntó Mr. Price mientras miraba un cubo lleno de salchichas casi quemadas– Por supuesto.
Volvió a mirar al joven.
–Yo me encontraba pelando patatas para preparar las mash potatoes. Odio pelar patatas. ¿Sabe usted como se le quedan las manos tras pelar cien patatas? –dijo mientras elevaba sus manos y se las mostraba a Mr. Price– Además, si luego se va a hacer puré, ¿no sería mejor directamente no pelarlas?
Mr. Price asintió, dándole la razón al joven, pero contuvo la distracción.
¬–Céntrese. ¡¿Es que nadie ha visto nada?! ¡¿Acaso nos encontramos ante un desafortunado accidente o un suicidio desesperado?!
– ¡¿Cómo?! ¡Jamás se me ocurriría meter la cabeza en una freidora! Uno tiene más formas indoloras y eficaces de matarse. Pero ahora que lo dice usted, Mr. Price, quizás si recuerde algo…
– ¡Perfecto! ¿Cómo te llamas joven?
–Jonathan.
–De acuerdo joven Jonathan. Debemos hallar la verdad de este asesinato.
¬–¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto?
–Siempre ha habido asesinatos. Lo raro fue cuando empecé a resolverlo, con las víctimas del más allá.