UN DESLIZ LO TIENE CUALQUIERA
ANDRES CORTES CABALLERO | A. C. CABALLERO

Quizá fuera el repiqueteo del agua en el tejado, o esa manía que tenía Claire de sacudirse el sombrero y la gabardina en la entrada, mojándolo todo. No lo sé. La cuestión es que esa mañana estaba enfadada.
Encendí el enésimo cigarrillo, procurando que la cerilla no quemara mis pestañas y di una profunda calada.
Pero el calor que invadió mi garganta no tranquilizó mi ánimo.
Al sujetar el filtro del cigarrillo con los dedos comprobé que aún tenía las uñas manchadas de sangre.
La sangre de aquel maldito policía.
Claire parloteaba incesante con exaltado ánimo sobre su última conquista pero yo no la escuchaba.
Todo mi ser y mis sentidos estaban atrapados en el recuerdo del mango del cuchillo que sobresalía del pecho del policía —un cuchillo que por otra parte yo misma había clavado allí—.
No soy una asesina, pero no tuve más remedio que protegerme.
Miré el reloj de pared.
Las nueve y cinco de la mañana.
Aún tenía por delante una jornada completa de ocho horas como secretaria a las órdenes de John Earl King Tercero, abogado y socio de la firma King and Feldman, situada en la decimosegunda planta de uno de los numerosos rascacielos de Nueva York, cerca de la Quinta Avenida.
Yo siempre llegaba temprano —no duermo bien desde que mi marido me abandonó por una cabaretera veinte años más joven que él— y aquella maldita mañana no fue una excepción. Quizá ese detalle fuera el que me salvó, o tal vez el que me condenó, aún no lo tengo claro.
El policía llamó a la oficina a eso de las ocho y yo abrí solícita.
Preguntó por el señor King, pero yo sabía que estaba allí por mí.
Se paseó como un pavo real, pisando la alfombra con sus botas mojadas como si fuera suya.
Se había quitado la chaqueta y la había colocado —goteando— en el respaldo de una silla. Sonreía malévolo y estiraba sus tirantes tirando de sus pulgares hacia fuera.
Me miró y dijo algo que no entendí pero supe que me estaba acusando del robo.
Me excusé, fui a la pequeña cocinita donde Claire y yo preparamos los cafés de los socios, de los pasantes y de cualquiera que tuviera más categoría que nosotras, lo cual incluía prácticamente a toda la ciudad.
Abrí el cajón de los cubiertos y saqué el cuchillo que he utilizado a veces para cortar pasteles.
Volví al recibidor donde aquel bastardo seguía manchando con sus suelas sucias la magnífica alfombra que tanto cuesta limpiar.
Me dio la espalda, confiado y ufano.
Le apuñalé en los riñones y soltó un grito. Se giró y hundí el cuchillo en su pecho.
Apenas protestó y se limitó a morirse allí mismo.
Lo envolví en la alfombra y lo arrastré hasta el pequeño cuarto de limpieza.
Lástima que Claire lo encontrara.
Lástima que gritara.
Ahora hay dos cadáveres en el cuartucho y yo solamente puedo decir que un desliz lo tiene cualquiera.