Cuartucho maloliente y gélido, con apenas sitio para un colchón y un orinal. Un enrejado en alto apenas me da pistas sobre dónde estoy. Solo recuerdo que estaba en un parque columpiándome mientras mi padre hacía no sé qué con el móvil. Al bajarme y dirigirme a una papelera cercana a una parada de bus, dos encapuchados se han bajado de un vehículo y me han vendado los ojos. No he tenido tiempo ni de chillar, pues a la vez he sentido la opresión de una mordaza en boca y barbilla y me han arrastrado con ellos con la facilidad de un carrito de la compra vacío, como el que llevaba una señora que, estupefacta, tampoco ha sabido reaccionar. Después, he notado un pinchazo en un brazo.
Antes de quedarme grogui del todo por la inyección, he oído una voz ronca que clamaba «¡veinte mil euros, veinte mil y ni uno menos!». Las palabras y los pensamientos se me han agolpado en una fracción de segundo; han aparecido con la impredecibilidad de un terremoto, con la fuerza eruptiva de un volcán. Mi llanto ha arrancado con el mismo brío que un fenómeno natural; busco una respuesta sin su pregunta, que no me puedo formular porque me están taladrando los oídos: los golpes continuos a la puerta de aluminio resuenan como ecos de tañidos impenitentes y parecen ordenar silencio simultáneamente. He comprendido que me están matando, que mi vida tiene un precio inasumible para una familia que se está viendo obligada a satisfacer la ambición de unos captores amantes del terror y la muerte. Se me cierran los ojos otra vez, pero las lágrimas siguen brotando.
Otro golpe, otro, uno más. Este último lo percibo desmesurado, mucho más estruendoso que el anterior. Quiero levantarme, pero no me puedo mover. ¿Miedo o parálisis? ¿Sueño o realidad? Caigo otra vez. Antes de volver al mundo onírico de Morfeo, he sentido otro golpetazo a la maldita puerta, que cede. Me asen; me dejo llevar. Pasos, gritos, ruidos. No veo nada. Bueno, sí, a escasos centímetros hay una palabra que no consigo leer.
No sé cuánto tiempo ha pasado. El colchón ahora es más cómodo (o eso creo). Ya no tengo frío. Me incorporo y reconozco a mis padres al borde de la cama junto con una señora con una bata blanca. ¿Es uno de esos lutos mitológicos griegos de los que me habla a veces mi hermana mayor y que nunca he entendido? Por suerte, no. Al lado hay una pareja uniformada de azul oscuro. Esta me han pedido que cuente lo último que recuerde. Obedeciendo, he soltado esa palabra que creía ilegible y que ahora he visualizado como el pasillo de mi casa. Es la misma que figura cosida en el atuendo de la pareja: «policía».
—Gracias, policía.