Cuando llegué a la estación solo había un camión aparcado. No era el mío. Me acerqué a la oficina para exigir una explicación. En su lugar el jefe me ofreció las llaves de aquel vehículo. Sólo había dos opciones o hacía mi trabajo o volvía sin cobrar y escogí la primera.
Fue un día duro, aquel camión era más viejo y no subía las cuestas con la facilidad que esperaba. Además había bastante tráfico, así que fui haciendo las entregas algo más tarde de lo habitual.
La mayoría eran paquetes, cajas de cartón con una etiqueta que indicaba la dirección. Las había de distinto tamaño, algunas eran muy pesadas y las saqué con una carretilla. Lo malo era cuando el edificio era antiguo y no tenía ascensor que tenía que subir la caja a hombros. Por último entregué unos sacos, por la pinta parecían de sal, de esos que se usan en la carretera para evitar el deshielo.
Cuando terminé ya era muy tarde, pensé en quedarme a dormir en el camión, pero todavía olía a humo del tubo de escape. No me pareció un lugar seguro, así que me acerqué a un hostal y cogí la habitación más barata.
Al día siguiente el camión no estaba. Pero lo encontré en una foto de periódico: «Ha aparecido otro camión robado, pero, al igual que en los anteriores, no se ha encontrado la droga que supuestamente transportaba».