Un hombre delgado pasaba sus días trabajando, y cuando no, deambulando por las calles de su soleada ciudad. La larga gabardina y el sombrero no levantaban sospechas cuando iba a la oficina, pero suscitaban miradas indiscretas cuando las temperaturas se alzaban. Era su propia culpa no haber conseguido disfrazarse en algo que no suscitase los familiares cuchicheos. Podría haber ahogado sus penurias en alcohol, le habría bastado una copa. Sin embargo, la desinhibición lo asustaba. Quién sabe de qué sería capaz cuando la embriaguez encendiese sus mejillas. Siempre le había dado miedo.
Aquel día de mayo, volvía de trabajar. Su hermano había pedido verle, sorprendentemente. El bar que frecuentaban de jóvenes estaba ahora algo más oscuro, y lleno de gente mucho mayor. Se sentaron en una pegajosa mesa. Su hermano le cedió el sitio más iluminado, muy a su pesar, y fingía burlonamente que también se cubría la cara, cada vez que se acercaba alguien. Dejó que pidiera la bebida por él, aunque no fuera a tomar nada. Cuando volvió de la barra y se sentó frente a él, se dio cuenta de que apenas lo reconocía ya, sudaba, se limpiaba la frente con la manga, y, de vez en cuando, apoyaba el vaso frío en la mejilla. Su cerveza aún no había llegado. Algo sonaba de fondo, un traqueteo. Una mujer, cuya cara le resultaba familiar, agitaba la pierna, nerviosa, a un par de mesas de distancia, mientras miraba fijamente a la barra. El hermano inventó la razón de haberlo citado, poco creíblemente, pero él estaba tan solo que asentía y suspiraba. Al hermano se le cayó un bolígrafo con el que jugueteaba, y se levantó y agachó para recogerlo.
De pronto, alguien cayó al suelo. Se giró, y vio al dueño del bar, convulsionando, espuma en su barba. Y luego, silencio. Su mirada se encontró con la del joven camarero, que, al verlo volviendo a su silla, y fijarse en su aspecto, alzó la mano para señalarlo. Alguien estaba intentando reanimar al hombre que yacía en el suelo. Evitaban los cristales rotos de la jarra de cerveza que había estado sujetando. Poco a poco, se dieron cuenta de que el chico lo señalaba, enmudecido. Lo tomaron como una señal. Él se dio la vuelta para buscar la ayuda de su hermano, pero este ya no estaba en su sitio. Cinco hombres se abalanzaron contra él, en un intento de vengar la muerte del hombre.
Un hombre alto y delgado paseaba por otra ciudad distinta, cabeza gacha, sombrero cubriendo su rostro. Ya no dolía, y, aun así, las cicatrices seguían generando irresistibles costras. No había vuelto a oír de su hermano. Ahora, tenía una razón de peso para llevar la ropa que llevaba. Rascaba y rascaba a través de su gabardina.