UN HOMBRE EN VELA
Elsa Suárez Ucieda | Elsa

Era una mañana de invierno. Una mañana en la que apenas había salido el sol. Ni siquiera los pájaros habían despertado, cuando un gran cuervo oscuro y de mirada pálida chocó contra la ventana de probablemente el único hombre en vela de aquella mañana.

De entre la lobreguez de una pequeña habitación, en la que se podía distinguir la figura de un polvoriento piano de cola, una borrosa figura humana comenzó a hacerse visible conforme se acercaba a la confusa ave. Arrastraba por la vieja y polvorienta madera del suelo un largo abrigo negro, cuyos bordes habían comenzado a teñirse de gris. Su rostro estaba oculto bajo la densa sombra de un viejo sombrero, y unos gruesos guantes de cuero disimulaban sus manos.

El ave permanecía sobre la cornisa, con sus blancos ojos abiertos y expectantes.El hombre abrió la ventana y acercó una de sus manos hacia el cuervo, el cual, se dejó llevar. Alzando al pájaro por encima de su mirada, la tenue y cálida luz de una farola atravesó las tinieblas de su rostro, descubriendo una desgarradora y palpitante cicatriz atravesando su ojo derecho. Un iris velado se mostraba como un fugaz destello, que volvía a ocultarse al refugio de las sombras.

La puerta principal de la casa se abrió, seguida de un agudo chirrido que rompió el silencio de la calle, y de ella, la robusta figura abandonó su lúgubre residencia y se dirigió hacia la desierta carretera. Llevaba el cuervo sobre uno de sus hombros y caminaba por la calle a trompicones, como si una de sus piernas le pesara más de la cuenta y tuviera que arrastrarla. Vagó durante minutos por en medio del asfalto, mostrándose perdido y encontrado al mismo tiempo, con la confianza de conocer de antemano lo que se encontraba buscando.

Se detuvo en mitad de un cruce. Las aceras continuaban desiertas y las bombillas de las farolas tintineaban desacompasadas. El hombre parecía observar a su alrededor, asomándose tímidamente por debajo del sombrero. El cuervo que lo acompañaba comenzó a emitir un ronco graznido, y batiendo sus alas emprendió el vuelo hacia el lado izquierdo del cruce. La anónima figura alzó disimuladamente la cabeza memorizando cada batir de alas del animal y emprendió de nuevo la marcha.

El cielo comenzaba a evidenciar las primeras señales de que el sol andaba cerca, cuando el invidente cuervo se posó sobre la carretera. Tras él, el áspero ruido del abrigo siendo arrastrado por la calzada anticipó la llegada de su amo, quien se detuvo a escasos metros. A sus pies, el cadáver de una mujer yacía en medio de un charco de sangre, con una nota pegada sobre su pecho: ¿No duermes? El hombre observaba la nota mientras se descolgaba el largo abrigo de los hombros y cubría a la mujer. El pájaro regresó junto a él, y posado sobre su traje, sus garras manchadas de sangre coloreaban la placa de policía que el abrigo había dejado al descubierto.