UN LADRIDO EN LA NOCHE
Era algo más de las doce de la noche y hacía diez minutos que Pascual había soltado a su perro en la zona de socialización. Mientras disfrutaba de un cigarrillo trataba de acallar a su mascota, pero en muchos instantes le era imposible. Pensó en permanecer algunos minutos más y marcharse. La humedad aumentaba la baja sensación térmica y le impulsaba a acortar el último paseo.
Minutos después, tal vez diez o doce, otro vecino, portando un perro similar al de Pascual, entró en el recinto. Lo soltó y ambas mascotas se pusieron a jugar. Nuevos ladridos resonaron en la noche y se dejó oír una voz. No quedó claro qué decía, aunque Pascual supuso que eran insultos por los ladridos. El recién llegado, con aparente tranquilidad, se dirigió hacia la parte más próxima a la acera. Pascual se acercó al nuevo usuario del recinto y lanzó unas buenas noches. Era habitual que entre dueños de perros se entablasen comentarios sobre lo que acaecía a cada una de sus mascotas; cómo reaccionaban o qué características les distinguían. El orgullo de tener este o aquel animal nublaba el pensamiento de algunos.
La respiración del vecino que acababa de entrar era agitada. Una capucha, complemento del chaquetón que portaba, le envolvía parte de la cabeza y disimulaba esa respiración y el nerviosismo que agitaba su rostro; aunque el vaho que exhalaba, repetitivo e intenso, no era fácil de ocultar. Conforme fue notando que Pascual se acercaba su agitación aumentó. El corazón bombeaba sangre como nunca lo había hecho. Era estimulante. Notó sus sentidos desbordados. Una oleada de placer le sacudió el pecho. Asió con su mano enguantada un estilete largo y afilado que portaba en el bolsillo derecho de su chaquetón y lo apretó con fuerza. Esperó.
Cuando Pascual estuvo a menos de medio metro, el sujeto se giró y sin mediar palabra le asentó una puñalada en el pecho. Un quejido apagado, producto de un intenso dolor y la incomprensión de no saber qué había ocurrido, nutrió el momento de silencio. El agresor miró a la víctima. Percibió el pavor y la incomprensión que comenzaba a anidar en su mente. Se reflejó también el desgarro interno que le invadía el torso y recorría todo su cuerpo. Al poco, Pascual cayó al suelo y su camisa se fue manchando de sangre. El chaquetón que portaba, al estar desabrochado, quedó a ambos lados del cuerpo. El asesino respiró profundamente y cerró los ojos durante unos segundos. El placer fue sublime, intenso y desconcertante. Al abrir los ojos se percató que ambos canes se acercaban. Agarró el puñal, lo introdujo en una bolsa y lo guardó. Continuando con su momento de satisfacción, tomó el teléfono y fotografío su obra. El silencio, solo roto por los ladridos de antes y el apagado quejido de la víctima, aparentó ser más intenso. El frío cobró fuerza y la noche se tiñó de rojo. La muerte paseaba por el parque.