Cuando las puertas del Museo se cierran, comienza la tarea del vigilante de seguridad. Su deber es comprobar que todas las puertas estén bien cerradas cerciorándose de que todo el mundo haya abandonado el recinto. Anselmo, claramente afligido por una jubilación que le obliga a dejar su amado trabajo, me apartó del resto para pedirme que atendiera bien a sus niños, como llama a los cuadros, -cuídalos que llenarán tus horas con la magia que desprenden-, me dijo. Acepté con total responsabilidad, sabía que este trabajo lo conseguí gracias a su recomendación además siempre me he sentido conmovido por las obras de arte, tomando sus manos entre las mías, miré sus bondadosos ojos mojados y prometí que nunca consentiría que nadie los dañase. Mi primera noche en vez de quedarme sentado en mi habitáculo visionando a través de las cámaras cada rincón, gocé paseando por las salas, en penumbra, para que los cuadros descansasen de las miradas inquisidoras que sufren todos los días. Comenzando la ronda me dirigí hacia el lavabo de caballeros a veces el cierre de la ventana falla y entran vagabundos buscando resguardarse de las bajas temperaturas. De pronto un golpe seco llamó mi atención, salí al pasillo y vi una sombra alargada cruzar la sala Velázquez, seguramente alguien se habría colado por los baños. Grite: -¡Alto!, no se mueva- el tipo al verme se puso nervioso y echo a correr, conocía perfectamente el lugar como si hubiese pasado mucho tiempo en el museo, le perseguí durante varios minutos, estuve a punto de tocarle con la punta de mis dedos pero al girar me dio esquinazo. Saqué mi arma de la funda e inspeccioné todas las salas en su busca sin encontrar ni un solo rastro. Retrocedí sobre mis pasos, me paré frente al cuadro de Las Meninas y un intenso sudor frío se apoderó de mí, aterrado, con fuertes palpitaciones comencé a especular y si el intruso no era un vagabundo sino un ladrón que había dado el cambiazo al cuadro… mi mente trabajó tan deprisa que creí marearme. Me acerqué hasta casi rozar con mi nariz el lienzo que olía a pintura fresca, desde luego era diferente y la falsificación era malísima incluso se les olvido pintar un personaje. Frenético corrí hacía las cámaras, tenía que encontrar al ladrón, no podría permitir que ésta obra de incalculable valor se esfumase. Tras varias horas, le encontré agazapado en un rincón junto a la máquina de café. ¡Ya era mío! No podrá huir. Le amenacé con dispararle si se movía. El, acurrucado, temblando, con las manos cubriendo su rostro sollozaba desconsolado repitiendo incesantemente una sola palabra «Anselmo». Le llevé al cuarto a punta de pistola, buscando respuestas llamé a mi mentor, estupefacto caí desplomado en el asiento al escuchar la estrambótica explicación sobre personajes, hechizos, escapadas nocturnas y caí muerto cuando vi al extraño despedirse desde la puerta que hay al fondo del cuadro en el que se había introducido.