Siempre me han cautivado las estaciones de tren, son el lugar idóneo para imaginar historias; un encuentro de amantes, unos padres esperando a su hijo, los abuelos que llegan desde lejos y son recibidos por los ansiosos nietos, un sinfín de momentos únicos llenos de vida o de muerte. Así que una estación como Atocha se convierte en el escenario perfecto para desarrollar una historia.
Aquella noche llegué tarde de Málaga, la agencia me había enviado a realizar un trabajo de última hora. Un tren abarrotado de viajeros fue testigo de un silencioso y perfecto crimen. ¿La víctima? Un asesor fiscal de mediana edad envuelto en un escándalo de faldas, su obsesión puso en peligro la integridad de la organización dónde trabajaba desde hacía más 30 años; y es que las imprudencias cuando tienen nombre de mujer son mucho más peligrosas.
Como ya han debido suponer, soy una asesina por encargo. Me llaman “La dama”
Sabía que sería un trabajo fácil. Un hombre como él cae rápidamente en las redes de una mujer como yo. Mi faceta camaleónica me permitió disfrazarme de femme fatale, con melena ondulada, pestañas rizadas, boca suculenta, y un cuerpo de infarto, llamaría su atención de inmediato.
Ignacio era miembro de un club de hombres poderosos. La debilidad que les unía también sería la que les separaría. Y es que el sexo entendido desde la perspectiva del sufrimiento, puede llevar a enloquecer al más cuerdo.
La excusa para acercarme fue un congreso al que asistiría como ponente en Marbella. La primera noche ya le seduje. Ignacio vino a mí como las abejas lo hacen a la miel.
Con el objetivo muy claro, no dudé ni un segundo en meterme en su cama. Lo que no sabía el pobre era que su destino estaba escrito antes de conocerme.
A la mañana siguiente no desperté a su lado. Lo vi desde lejos sonreír mientras charlaba con otros pasajeros. Accedimos por separado al tren.
La noche anterior, ciñéndome al plan, me ausenté para ir al baño y cambié su pluma de insulina por una cargada con batracotoxina, sabía que antes de comer se inyectaría su dosis, pero esta vez le provocaría convulsiones, parálisis, y finalmente una muerte rápida y eficaz.
Miro el reloj. Ignacio se levanta para ir al aseo, lleva en las manos el estuche portaplumas manipulado. Espero pacientemente cinco minutos. Objetivo derribado. Me levanto del asiento y me dirijo hacia el lado contrario. Entro en el aseo del vagón contiguo. Dejo la peluca en el bolso, me desprendo de las pestañas y camuflo mi apariencia.
Antes de que su cuerpo sea descubierto, el tren hará una única parada, unos minutos para el cambio de vía. En ese momento una de las azafatas me ayudará a desaparecer.
Desciendo y sonrío por el placer del trabajo bien hecho.