Al fin. He conseguido liberarme de las bridas, a coste de despellejarme las muñecas. Dolorido, consigo liberar el resto del cuerpo. He perdido la cuenta de las horas que he estado en esta posición, esperando a que llegue mi captor y acabara de una vez por todas con esto. Pero no ha aparecido por el momento, así que he aprovechado la ocasión. Entre la penumbra trato de atisbar si esas formas que se proyectan en las paredes son amenazas reales o sólo fruto de los juegos de luz. Tengo miedo. Noto mi pulso acelerado pero superficial, trato de respirar despacio para reducir el ruido y no dar pistas. Intento controlar mi cuerpo para controlar la situación. Echo un vistazo. En una estantería puedo ver mi arma reglamentaria, mi cartera y mis grilletes. Recupero todo ello. Compruebo que el arma está cargada, tirando de la corredera muy lento, y solo unos milímetros. El pequeño brillo del latón me tranquiliza. Lista para disparar. Me palpo el costado, pues la recién estrenada serenidad me recuerda que estoy herido. Grave. Palpo una sustancia viscosa: sangre coagulada. Al menos ha parado la hemorragia. Me muevo con sigilo, entre las estanterías metálicas repletas de cachivaches cubiertos de polvo añejo, asomando la cabeza lentamente en casa esquina. Avanzo dos, tres pasillos. Veo la puerta. Oteo las proximidades: nada a la vista. Me aproximo, rodillas semi flexionadas, arma a 45 grados. Silencio absoluto. Nada parece escucharse al otro lado. Tiro del picaporte, con lentitud. La puerta se abre un milímetro, dos, tres. Miro a través de la rendija. No tengo ángulo suficiente. Abro un poco más. Me sorprendo, pues veo un sofá en el que duerme un sujeto, abrazado a un kalashnikov. Abro más la puerta, lento, para que no me descubran sus bisagras. Nadie más en la estancia. Junto al sofá, restos de comida, dos botellas de cerveza vacías y el brillo de una navaja, con restos de haber cortado con ella algún embutido del que ya había dado cuenta. Enfundo mi arma en el cinturón y me aproximo a apoderarme de la navaja. Mejor hacerlo en silencio. Conteniendo la respiración, alargo la mano muy despacio, sin quitar ojo de mi captor. Estoy rozando ya el nácar cuando este da un respingo. Murmura algo ininteligible y cambia de posición. Casi puedo ver mi corazón huyendo desbocado. Al fin me hago con la navaja, me incorporo y apoyo el frío metal sobre su cuello. Abre los ojos de golpe, y en un suspiro le devano la yugular. La sangre mana a borbotones. Me apodero del fusil y me dispongo a buscar la salida. Junto a una nevera, otra puerta. Vuelvo a abrirla con sigilo, y veo que estoy en la calle. Ya ha terminado todo. Podré volver desde aquí a comisaría, y buscar al resto de la banda. Cojo aire, profundo, expiro, pensando en lo que viene. Con el último suspiro noto un aguijón, frío como el hielo, clavándose en mi espalda. Se acabó.