Se sentó como cada día frente a la pantalla de su ordenador, que iluminaba con su tenue luz la fría habitación de un cuarto piso sin ascensor. Las sombras proyectadas a su espalda bailaban al ritmo del teclado, y le transmitían la falsa ilusión de estar acompañado. Muchas veces intentó hablar con ellas, sin éxito, ya que lo único que podía distinguir si permanecía muy callado eran los latidos de un agotado corazón. Un grillo chocó contra la ventana y cayó fulminado dejando un leve rastro de su fugaz vida sobre el empañado cristal de la ventana vida. Afuera hacía frío, y una paloma no tardó en posarse en la acera para saborear el inesperado festín. La habitación en penumbra olía a tabaco, alcohol y olvido. Solía permanecer horas y horas intentando recordar algo de su vida que mereciera la pena escribir. Sin embargo cuando creía que ya lo tenía, aquella voz chillona y despiadada, le recordaba la insignificancia de su existencia, y lo mucho odiaba todo lo que tenía que ver con él. Su pelo, su forma de andar, su mirada, sus dientes desordenados… todo en él le repugnaba, todo en él era despreciable. De pronto algo se movió entre las sombras y logró captar su atención. Era la figura de un ser de corta estatura cuya mirada sentía clavada en su nuca. Un escalofrío recorrió su espinazo y el vello de sus brazos se erizó. Aquella figura le resultaba familia, pero era incapaz de reconocerla. Solo se atrevía a echar una mirada de reojo, atento a cualquier movimiento. Por la forma en que gesticulaba tuvo la impresión de que estaba dando un silencioso discurso, sin embargo, era incapaz de entender lo que aquel pequeño ser quería decirle. Sus dedos permanecían inertes sobre las sucias teclas del ordenador, esperando recibir alguna orden de su destrozado cerebro. Algo volvió a chocar contra la ventana con tal fuerza que no pudo contenerse y se levantó para ver qué había sido esta vez. Abrió la ventana, un gélido aliento le abofeteó la cara, se asomó y pudo distinguir a una paloma ensangrentada en la acera. “Vaya,” pensó, qué torpe final. Entonces la sombra indefinida tomó carrera y abalanzándose sobre él lo empujó con tal fiereza que perdió el equilibrio y se precipitó sin control estrellándose contra la acera.
El detective Fernández acudió al lugar. La habitación olía a tabaco, alcohol, y tristeza. Un hombre sin rostro yacía en la calle, justo bajo la ventana del infame habitáculo. Los vecinos relataron que la noche anterior escucharon voces y golpes, pero nadie visitaba al antiguo jefe de policía hacía meses. En la calle, el forense concluyó su informe, causa de la muerte: un torpe final. Un individuo con sombrero de ala ancha se subió el cuello de la gabardina y se alejó con clamado paso. Nadie mas que él lo vio. Solo Fernández quiso ver en aquel individuo, al verdadero jefe de policía.