Era mi primer cadáver. Quería que no fuera el primero de una larga lista, que sencillamente fuera el único, sin embargo… nunca se sabe.
Entré en la sala, hacía frío. Frente a mí una bata blanca colgaba de un perchero, la cogí y me la puse, me entretuve en cada botón en un intento de demorar el momento de comenzar. En una camilla una sábana ocultaba por completo la figura de lo que todavía desconocía si era un hombre o una mujer, el niño lo descarté de inmediato y tengo que reconocer que con cierto alivio. Me acerqué al lugar en el que, supuse, se encontraba la cabeza. Una respiración profunda de mis pulmones me recordó la necesidad de ponerme la mascarilla y eso hice.
Antes de retirar la sábana y comenzar el trabajo acerqué el carrito auxiliar en el que reposaban un par de guantes y el resto de instrumental. Mientras enguantaba mis manos en el látex respiré de nuevo, profundamente. La parte de mi cara protegida por la mascarilla recibió con agrado la tibieza del vaho que salió de mi nariz.
Ojalá sea un hombre –pensé mientras deslizaba despacio la sábana–. Enseguida descubrí que así era, un hombre de mediana edad y gesto apacible cuya boca cerrada, parecía esbozar una sonrisa. Solo la extrema palidez del rostro y de los labios daban cuenta de la situación. Parecía sencillo. Una fina base de maquillaje, dos toques de color en las mejillas y un suave rouge en los labios fueron suficientes para conseguir un aspecto natural y hasta me atrevería a decir que saludable. El resultado me gustó.
Había sido fácil, demasiado fácil para alguien al que le gustan los retos. Inmediatamente pensé en mi antiguo jefe, en su cara picada y surcada de pequeñas cicatrices, en sus grandes bolsas bajo los ojos. ¿Cómo se comportaría su áspera piel y el habitual rictus de su boca tras el “rigor mortis”? La excitación se adueñó de mí, los músculos de la espalda se tensaron y comencé a elaborar el plan que me permitiría comprobarlo.
Inmediatamente supe que aquel no sería mi último cadáver.