Llegué a Santander dos días después de aceptar el trabajo. Todo el camino fui pensando cómo lo llevaría a cabo. Me até fuerte la gabardina, había un poco de viento. Fui andando hasta la dirección que tenía anotada, un palacete típico del siglo XIX levantado por encima de la carretera que lo separaba del acceso a la playa, con una gran parcela de hierba. No ha vivido mal el cabronazo a costa de la salud de otros. Miré desde la acera contraria a través de la reja que limitaba la entrada. Ahí estaba, junto a su mujer, sentado en el jardín mirando cómo el sol se iba poniendo por detrás del puerto, tiñendo de un ámbar rojizo las paredes y los tejados, la arena y el mar. Me entraron ganas de acercarme y mandarlo al infierno en ese mismo momento y que lo presenciara su esposa, al igual que mi madre tuvo que ver cómo se iba mi padre. Una chica del servicio se acercó a ellos. La señora se levantó con facilidad pero él necesitó la ayuda de las dos mujeres para entrar a la casa. La hora de la cena estaba cerca, mi estómago me estaba avisando. Ya me encargaría de él al día siguiente, ahora toca disfrutar de unos maganos encebollados con una buena botella de vino.
A las nueve en punto de la mañana, justo antes de que me terminase mi café con una tarta de manzana exquisita, apareció mi cliente por la puerta del restaurante del Real Club de Tenis, tal y como esperaba. Se sentó en su mesa pegada a la cristalera que daba a la playa y de inmediato aparecieron dos uniformados camareros, uno con una taza de chocolate caliente y un plato con dos porras y otro con los periódicos del día. Pagué mi cuenta y la de mi cliente y pedí a un camarero que le entregara una nota de mi parte. Salí hacia la playa subiéndome el cuello de la gabardina y me quedé observándole a través de la cristalera cómo buscaba las gafas en su chaqueta y desdoblaba el papel. Pude leer en sus labios “Disfruta de tu día, hoy será el último”. Giró asustado la cabeza en busca del autor. Hoy me voy a divertir, me dije y caminé en dirección a la orilla. El sol no conseguía abrirse paso entre las nubes. Metí las manos en los bolsillos y eché de menos el tacto frío de mi 9mm. Mi padre decía que para que un trabajo saliera bien, se debía hacer con tus propias manos. Y yo siempre hice caso a mi padre.