Unos días atrás, el comisario Benito me llamó para contratar mis extraordinarios servicios para rastrear al periodista Jaime.
Me envió una copia de los testimonios de los conocidos y los vecinos, quienes denunciaron después de no poder contactar con él, ni verlo durante una semana. Lo que sí que vieron los vecinos fue a un hombre alto y delgado, cuyo rostro estaba cubierto, rondando la casa. Adjuntó una copia de las fotografías del escenario del crimen, antes y después del registro. Lo analicé meticulosamente por cualquier detalle que pasasen por alto los policías.
Por lo que se apreciaba, el ladrón se fue desesperando con el tiempo. Empezó con calma en el despacho. Se veía cierto orden y no había nada roto. Pero, con el pasar de las habitaciones, se comenzó a ver la desesperación por no encontrar lo que buscase. Se volvió más agresivo, rompiendo todo lo que pudiese contenerlo.
Una vez llegó a la cocina, todo empeoró. Se ensañó con ella. Las puertas de los armarios estaban rotas. Los electrodomésticos estaban desguazados. La vajilla estaba rota, cubriendo completamente el suelo de la cocina.
Eso era sospechoso. Usó tanto tiempo y energía en destrozar la cocina. ¿Solo por rabia y frustración? Había algo más.
Jaime no salió, por lo que estaba dentro de la casa. Tampoco había rastros de lucha o sangre. No se encontraron de frente. O se escondió en una habitación que no aparece en los planos. Una que el ladrón sí que encontró pero no quiere que encontremos.
Con la idea dándome vueltas en la cabeza, llegué a nuestra cita. Nada más verlo, le comenté mis sospechas. Benito no dudó de mi palabra y me ayudó a buscar.
La ardua búsqueda dio sus frutos. En el interior de un pequeño agujero en la pared estaba escondido el interruptor.
Al abrirla, salió una gran cantidad de humo y calor. Llenando toda la cocina.
Una vez se disipó, descendimos hacia la habitación del pánico en busca de los restos de Jaime, encontrando restos óseos entre las cenizas.
—Bueno… ¿En efectivo o con tarjeta?
—Transferencia. Esta vez, hazme una factura.