Un trozo de filete
Antonia María Barros Pena | Bárbara Morgan

El inspector Garrido caminaba hacia su casa absorto en sus pensamientos. Hoy, primero de mes, había entregado el informe de los casos resueltos en el mes vencido. Le gustaba hacer esa recapitulación, obligarse a recordar con minuciosidad las claves de los enigmas resueltos.
Le habían felicitado de nuevo y él había recogido las felicitaciones sin pavonearse pero sin mostrar tampoco una falsa molestia que le repugnaba cuando la observaba en otros. Se le daba bien, tenía que admitirlo, pero no lo consideraba un mérito propio, sino una capacidad que le había sido otorgada. Y que le gustaba.
Le gustaba disponer las piezas sueltas en su mente, como un rompecabezas inconexo y desconcertante. Le gustaba mover esas piezas, entrelazarlas en combinaciones inverosímiles, incluso imposibles y mantener el juego abierto hasta el fin, sin desesperar, sin tirar la toalla. Incluso cuando nada parecía cobrar sentido, cuando las piezas lucían manoseadas por interminables manipulaciones y un cansancio gris lo empañaba todo, incluso entonces había que seguir.
Pero a partir de cierto punto la actividad cambiaba. La mente era ahora solo el terreno de juego sobre el que había que mantener una atención pasiva. La actividad consistía en sostener con perseverancia las piezas en la conciencia y al mismo tiempo, de alguna manera, olvidarse de ellas. Era entonces, después de un tiempo indeterminado, cuando algo ocurría. Algo, no sabía qué demonios era, actuaba. No era él, no era su conciencia, de eso estaba seguro. Pero no tenía la más remota idea de qué era.
Fuera como fuera, en algún momento una idea llegaba a su cabeza y lo iluminaba todo. Un destello genial ponía orden y dotaba de sentido al conjunto de piezas hasta entonces dislocadas. Como en el último caso, cuando esa “inspiración” le sugirió que comprobase la fecha de elaboración del trozo de filete que encontraron en la garganta del difunto. La autopsia no dejaba lugar a dudas: muerte por asfixia. Sin signos de violencia pero con móviles para el crimen: hombre añoso y solvente y mujer joven, guapa, extranjera y con familia en su país de origen. Se vino abajo cuando tuvo que dar explicaciones sobre cómo se las había apañado su difunto esposo para comerse un filete después de muerto.
Sumido en estas cavilaciones, Garrido llegó a su casa y abrió la puerta.
– ¡Papá, papá!
Dos pares de bracitos se engancharon a su cuello.
– Papá, tenemos un caso para ti. Michi me ha cogido mi goma de borrar nueva y la ha destrozado. Yo la había dejado guardada dentro de mi estuche pero Marcos la sacó y la dejó fuera…
– No, yo no fui, yo no saqué la goma.
– Vale, vale, esperad aquí y no os mováis. Voy a descalzarme y a cambiarme de ropa y enseguida vuelvo. Preparaos para un interrogatorio a fondo. Esto lo resuelvo yo en un periquete.