Una Bala
Jacobo Fernández Ortiz | Amenazamenor

Una bala.

La sopesé en la palma de mi mano, mirando hipnotizado el reflejo de la tenue luz de mi despacho en el plomo que conformaba el proyectil.

Una bala.

La tomé entre el pulgar y el índice de mi mano izquierda, observándola, pensando en cómo un pequeño trozo de metal como ese podía arrebatar la vida a alguien, ya fuese en un brusco instante o a lo largo de agónicas horas, de modo rápido y piadoso o lento, doloroso y cruel.

Una bala.

Era todo lo que necesitaba para terminar con ese infierno de una maldita vez. Fuera como fuese, todo acabaría.

Una bala.

Para sellar el final. Llevaba años tras su pista, siguiendo el reguero de cadáveres que dejaba a su paso, sus retorcidos rituales, el truculento juego de pistas, su regodeo por ir siempre un paso por delante de la policía. Pero, al fin, estaba más cerca que nunca. Al fin sabía quién era. Al fin sabía dónde estaba, dónde había estado siempre. Muy cerca de mí, riéndose a mis espaldas, llevándome por caminos equivocados. Compañero, amigo, mentor. Traidor.

Una bala.

Justicia poética. Él dejaba siempre una bala en la mano izquierda de sus víctimas. Ésta era una de ellas. Ésta era la que dejó en la mano de mi mejor amigo y socio, cuyo cadáver apareció tirado en un callejón oscuro como un perro callejero.

Una bala.

Esta es la que pondrá fin a su reinado de sangre.

Una bala.

Como venganza.

Una bala.

Como justicia.

Una bala.

Que, con un click, entra en el cargador de mi arma. Allí espera, solitaria. La miro una vez más, una última vez. Introduzco la pieza en su receptáculo, amartillo el cañón de mi arma y la guardo en la funda dentro de la chaqueta, preparada para ser desenfundada y usada.

Una bala.

Es todo lo que hay en mi mente. Y, pronto, es lo que habrá alojado en su cabeza.

Esa maldita bala.