UNA CHICA NORMAL
CLARA MARCOS LÁZARO | clara mala

María Rodríguez tenía un nombre normal porque era una chica normal. Veintitrés años, más bien bajita, piel blanquecina y preciosa cabellera color caoba. Estudiante de Medicina, la mejor de su promoción, hubiese llegado a obtener la mejor puntuación en el MIR.

Escasas horas después de hallarse su cadáver, fui a hablar con sus padres. Sus rostros devastados al conocer la noticia no los olvidaré con facilidad. “No se lo merecía” fue lo único que dijo su padre, un hombre extremadamente formal, cuando fui a contarles lo sucedido. Era la primera vez que María salía de fiesta con sus amigas tras cinco meses yendo y viniendo de casa al hospital, día sí, día también. La encontraron desangrada en el callejón trasero del local nocturno. No había cámaras de seguridad, tampoco testigos.

Antes de que llegase el médico forense pensé que se trataba de un crimen con violencia sexual. Con la muerte de María serían ya tres chicas en las últimas dos noches. ¿Hablamos de un asesino en serie?, me preguntó mi superior, preocupado por lo que eso suponía. Lo descarté enseguida. Los médicos y la autopsia lo dejaron irrefutablemente claro horas después.

Hablando con sus padres, descubrí que la joven tenía novio. Sin embargo, a diferencia del resto de chicas de su edad, su novio llevaba en coma casi medio año. Su madre me contó que María y Jaime –así se llama– tuvieron un accidente de coche volviendo de un concierto y que Jaime, a quien adoran como a un hijo, quedó en coma tras el primer impacto. No me pareció importante indagar más acerca de esta cuestión, pero había algo en la mirada de aquellos padres que me inquietó. Sentí que me ocultaban algo.

Fui a visitar a Jaime convencida de que, gracias a él, hallaría todas las respuestas. Aún no sé qué pensaba encontrar en esa habitación más que a un muchacho conectado a un respirador. Fue una corazonada. Al llegar al hospital, pedí permiso para entrar en la habitación 506. El hermano de Jaime se levantó de la silla inmediatamente. Olía a alcohol y tabaco.

Cuando mi mano y la suya se tocaron para saludarse, supe que había sido él. ¿Otra vez ese extraño instinto? No. Esta vez, no. Con ese simple gesto de cordialidad pude observar el sello, aunque parcialmente borrado, en su muñeca. El mismo sello que tenía María Rodríguez y que pertenecía a la discoteca a la que fue con sus amigas la pasada noche. Había sido él, pensé. Pero aquello no eran más que coincidencias poco justificables ante un juez.

Antes de salir por la puerta del hospital, pasando por delante de recepción, escuché un aviso que provenía de la 506. Se me heló el corazón. Pensé que aquel chico había matado a su hermano, que quizá su presencia en la habitación se debía, precisamente, a la culminación sin sentido de este crimen, sobre todo teniendo en cuenta que nunca antes había ido a visitarle. Afortunadamente no fue así. Jaime había abierto los ojos.