Con la barriga llena y la grata sensación de haber disfrutado de una exquisita cena, Laura Murua Ccasani vomitó: una cabeza de gato colgaba de uno de los retrovisores de su coche y un tímido hilo de sangre iba creando un pequeño charco. Llamó a Jorge, su compañero.
—Un sádico gatuno me ha amargado la cena —dijo a su interlocutor—. Necesito que vengas a buscarme; el muy cabrón ha elegido mi coche como perchero.
En apenas quince minutos, dos jóvenes agentes habían acordonado la zona y la policía científica realizaba el análisis del escenario.
—Tenemos algo. —La Comisaria General de Policía Científica se acercó con un objeto entre sus manos enguantadas. —El muy cerdo ni siquiera se ha molestado en quitarle el collar al gato; estaba encharcado en la sangre de su portador.
—¿Qué pone? —preguntó Laura sin soltar el botellín de agua que le había traído Jorge, al que todavía no había acercado los labios.
—Un número de teléfono; será del dueño. Anotadlo, tengo que llevármelo por si hay huellas. —Mónica era la mujer policía de mayor rango de la ciudad, una excelente profesional y un referente en el cuerpo para el resto de mujeres.
Jorge marcó el número y activó el altavoz. Laura bebía como quien está a punto de deshidratarse. Sin respuesta; ambos inspectores cruzaron miradas e intercambiaron pensamientos: el dueño del gato sería la nueva víctima y rastrear el número la única opción para encontrarlo con vida, si eso era aún posible. Enviaron el número y ordenaron abrir esa vía de investigación con urgencia; era algo sencillo para el sistema tecnológico del que disponían en la comisaría, siempre que fuera un número de contrato en vez de prepago. En cuatro minutos obtuvieron una dirección, activaron el GPS y… ¡sorpresa! Se encontraban ya en la ubicación exacta.
Laura giró rápidamente la cabeza haciendo un barrido con su mirada, como si tuviera visión láser y pudiera detectar anomalías a través de los muros de los edificios que les rodeaban. Lo único que tenía puerta de acceso allí era el restaurante de donde acababa de salir.
—Inspectora Murua —se presentó entrando de nuevo en el establecimiento, seguida de Jorge.
—¿Ha olvidado algo, señora? —La camarera reconoció a Laura como la clienta que había cenado sola en la mesa de la esquina. Miró a su apuesto acompañante con asombro.
—¿Alguno de ustedes tiene un gato? —preguntó Laura mostrando su placa y recuperando la atención de la muchacha.
—Mi jefe tiene uno; está en su despacho. —La camarera señaló unas escaleras.
El cuerpo inerte del hombre yacía en el suelo con el cuerpo del gato sobre su estómago y una nota que decía: “Aquí dan gato por liebre”.
Tras el análisis grafológico atraparon al asesino; un cliente insatisfecho a quien escribir una mala valoración en internet no le había parecido suficiente venganza.
—Yo cené allí y me encantó–le dijo Laura al detenerlo.
—Sobre gustos no hay nada escrito —respondió él.
—Sobre leyes, sí. Disfrute del menú carcelario.