Una cucaracha menos
Santiago José Rodelgo Rincón | Silva

Las conclusiones a las que los compañeros de la Científica habían llegado, tras cuarenta y ocho horas de concienzudo análisis de la escena del crimen, fueron rotundas y desalentadoras. Limpio como una patena. De huellas, se entiende, porque la sangre, los pedazos de hueso y los restos de masa encefálica desperdigados por aquel cuchitril daban fe de que aquello había sido una carnicería. Ni siquiera la cuerda de nylon, de fabricación común y a la venta en cualquier supermercado y ferretería, con la que se había estrangulado al fiambre antes de ensañarse con su cadáver ofrecía pista alguna que pudiésemos seguir.

El asesinato de Antonio Mínguez, camello y drogadicto conocido en el área de Lavapiés como El Trompa por el desmesurado tamaño de su nariz, convertida ahora en un sanguinolento rompecabezas, iba camino de terminar, salvo improbable milagro, en el cajón de casos sin resolver. Porque nosotros, los de Homicidios, tampoco habíamos encontrado por ahora hilo alguno del que tirar.

O un profesional enviado por los cárteles para acabar con ese pobre desgraciado, hipótesis que a mi compañero Arnau le parecía harto improbable por no cuadrar con esa teoría ni el tamaño del pez ni el salvajismo con el que se habían aplicado en su despiece, o alguien muy versado en las sofisticadas técnicas de dactiloscopia que los cuerpos de seguridad del país teníamos a nuestra disposición. Pero esta hipótesis situaba a nuestro superior, el comisario Rupérez, en un brete. Tocaría investigar de puertas adentro y emplear recursos para resolver un crimen que todos sabíamos al fin y al cabo que no iba a ocupar titulares en los medios. Porque, qué coño, ¿a quién le importaba el Trompa?

No quitaban tan cuerdos argumentos para que por nuestra parte iniciásemos la investigación procedente, orden que el comisario Rupérez nos trasladó tras reflexionar diez segundos y mascullar unos cuantos improperios que no alcancé a comprender durante otros cuarenta. Con la consabida coletilla de que, en el caso de que llegásemos a sospechar que alguna oveja negra pacía en el redil, se lo comunicáramos ipso facto a los de Investigaciones Internas.

No me iba a dejar yo en aquel caso los cuernos que mi difunta esposa nunca me puso en vida y tenía la confianza suficiente en mí mismo para disuadir a Arnau, recién licenciado y con ganas de acción, de que allí poco o nada había que rascar, y que mejor servicio haríamos a los ciudadanos cuya protección se nos había encomendado si empleábamos nuestra energía e inteligencia en evitar futuros crímenes.

E iba a dormir como un lirón esa noche, la primera en seis meses, sabiendo que la cucaracha que había introducido a mi hijo Nicolás en aquel infierno del que nunca pudo salir y que les costó la vida a él, por sobredosis, y a mi adorada Reyes, por la depresión y el suicidio posteriores, ya no pulularía por el estercolero en el que la ciudad se había convertido y en el que a diario me tocaba bregar.