UNA CUENTA PENDIENTE
MARÍA JESÚS GARCÍA GONZÁLEZ | Leo Vargas

–Dame todo lo que tengas– dijo poniéndome la navaja en el costado. Mi espalda se contrajo y un sudor frío empapó mi cuerpo. No me moví. Sentí el calor de su aliento en la nuca –¡Vamos palomita! No me gusta repetir las cosas.
Con gusto te paso todo lo que tengo, mis deudas lo primero –pensé yo, pero no dije nada. Levanté las manos y, despacio, me di la vuelta. Le miré a los ojos. Hacía muchos años que no los veía, pero cómo olvidarlos, podría distinguirlos entre miles. Eran los mismos ojos que me obsesionaron hasta la enfermedad, que sistemáticamente me despreciaron y que, por fin, me miraban. No habían cambiado nada, el mismo azul intenso que les otorgaba belleza y frialdad a partes iguales.
Ese día fui al parque buscando una salida. Agobiada, sin trabajo, llena de deudas, desesperada y sola, desesperadamente sola, necesitaba desaparecer.
–¿De verdad quieres todo lo que tengo?– respondí acentuando el “todo”. Recordé los desprecios sufridos tiempo atrás. Sentí nauseas.
–….
–Tengo mucho odio dentro ¿también lo quieres?– dije con ironía. Me sorprendí, por primera vez miraba a aquellos ojos sin sumisión. Fue como si la punta de la navaja en mi costado hubiese despertado el dolor dormido durante años.
No me reconoció, habían pasado muchos años. Y yo parecía dispuesta a resolver una cuenta pendiente, no tenía nada que perder. Pensé que en el juego que pretendía yo tenía la ventaja, pero no era cierto, la única ventaja estaba en su mano derecha. Una ventaja de quince centímetros de fino acero en manos de una personalidad enferma.
Él ni esperaba ni estaba acostumbrado a una respuesta así de una mujer. Se abalanzó sobre mí y noté cómo me clavaba algo más que sus ojos mientras me escupía a la cara un “puta”. Recuperó su posición y continuó caminando por el parque como si nada hubiera pasado. Había vuelto a salirse con la suya, acababa de darle todo lo que tenía en ese momento: mi vida.
Llevé mis manos al abdomen y quedaron envueltas en una sustancia pegajosa que ganaba densidad al enfriarse. Me abandoné a la sensación de calor húmedo que avanzaba por mi costado. No sé cuánto tiempo pasó cuando comencé a oír sonido de sirenas y alguien golpeaba con insistencia mi cara. Tenía frío. Quien fuera, interpretó a la perfección el castañeteo de mis dientes y enseguida sentí el cálido abrazo de una manta. Luego una voz de mujer decía: “Ya la tenemos chicos, comienza a estabilizarse”. Me abandoné de nuevo.
La siguiente imagen que conservo es la de la sala de urgencias del hospital en el que todavía me encuentro. No sé cuánto tiempo ha pasado. Hoy me ha visitado la policía, me dicen que esté tranquila, que está detenido, que caminaba por el parque con la navaja todavía en la mano y la camisa manchada de sangre. Quizás algo importante se ha resuelto en mi vida.