Una cuestión de tiempo
Miguel Ruiz Mora | Quemecuento

Marcel Duluc se sintió de nuevo desolado y abatido. En ese momento se encontraba, como en tantas otras ocasiones a lo largo de su dilatada carrera profesional, recostado sobre el diván de su despacho en la Rue de Rivolí, tratando de encontrar sentido y poner en orden las piezas del rompecabezas que ocupaba toda su atención en las últimas semanas.
La estancia se hallaba en penumbra, apenas iluminada tenuemente por el último haz de luz de la tarde, que se filtraba sin entusiasmo a través de las desvencijadas persianas de su antiguo lugar de trabajo.
Duluc volvió a aspirar el humo de su genuina pipa detectivesca mientras continuaba con la mirada extraviada, perdida en algún lugar indeterminado de aquella atmósfera densa. Sumido en sus pensamientos parecía hallarse en un estado casi de trance apático que no vaticinaba una pronta resolución del caso.
Contra todo pronóstico se incorporó lentamente, abandonando así la comodidad del diván para comenzar a recorrer la habitación con paso firme, aunque pausado, como solía hacer de manera instintiva cuando una idea recalaba en su mente. El movimiento y, más concretamente, caminar surtían en él un efecto liberador, en cierto modo catártico. Afirmaba, tal vez envuelto en un halo de misticismo impostado, que la obtención de respuestas a enigmas no podía disociarse de la búsqueda del equilibrio, y que justamente esa suerte de trance revelador debía ir acompañado de una cierta actividad motora consistente en la concatenación de pasos.
Deambuló por la pieza durante unos minutos que se le antojaron eternos, absorto, invadido por una sensación de vacío y zozobra que jamás antes había conocido. Él, que había desentrañado los enigmas más complejos de su tiempo. Él, que había vencido a cuantos enemigos se habían cruzado en su camino. Él, que tantas veces consiguió doblegar a delincuentes y criminales. Él, el mismísimo Marcel Duluc, se sentía ahora abrumado, derrotado, incapaz de dar respuesta al misterio que le estaba atormentando.
Interrumpió abruptamente su errático vagar al reparar casi involuntariamente en el formidable y ampuloso espejo que pendía de una de las paredes que conformaban la estancia. Se detuvo a contemplar con atención y minuciosidad la imagen que se presentaba ante él. Un cuerpo castigado por la edad y, sobre todo, un rostro anciano parecían observarlo con interés desde el otro lado del cristal. Cada surco de la piel era capaz de contar una historia, cada mancha del rostro encerraba algún secreto. Los ojos extenuados se encontraron con los propios en alguna intersección invisible del espacio y en cuestión de pocos segundos las piezas del puzle comenzaron a encajar como por arte de magia. Se trataba tan sólo una cuestión de tiempo. ¿Quién le había robado el suyo? ¿Dónde quedó su juventud? ¿Cómo era posible que su vida hubiese transcurrido de modo tan vertiginoso? Marcel Duluc, el insigne y célebre investigador, no había sido capaz de descifrar a tiempo que se tarda toda una vida en comprender que no tenemos otra para disfrutar lo que no se ha hecho en ésta.