El viejo policía avanza lentamente. La luz del crepúsculo y una ligera neblina que se ha posado sobre el parque rodean su figura de un halo misterioso. Hace tiempo que no se viste de uniforme. Ahora, un traje gris marengo y la corbata quedan ocultos bajo la gabardina. Sabe lo que tiene que hacer, como siempre. Sus pies buscan las zonas de hierba porque si fuera caminando sobre la grava, cualquier traspié pondría en riesgo la operación.
El viejo policía nota su cuerpo pesado, la niebla se le ha metido hasta los huesos y le hace moverse con torpeza. Eso, y los años, que no perdonan. En otra época, a estas alturas ya habría acabado todo, y el delincuente no sabría quién ni cómo lo había lanzado al suelo y puesto las esposas a la espalda en un solo movimiento.
El viejo policía conoce bien al joven cuya silueta intuye tras la neblina. Ha estudiado sus movimientos durante la última semana. Siempre la misma rutina, los mismos horarios, los mismos lugares. Pero debe actuar hoy o se arriesga a perder la presa.
El viejo policía se ha dejado las gafas en casa y eso le impide reconocer a la persona que está junto al joven. Es también joven, pero de menor estatura. No se han percatado de su presencia. Están intercambiando algo, confiados en que nadie les ve. “Eso es, con las manos en la masa. Trapicheando en plena calle. Se te va a caer el pelo” se dice mientras da los últimos pasos hacia los jóvenes.
El viejo policía, con las manos en los bolsillos, se desliza cauteloso, con la mirada fija en las dos siluetas. Está tan concentrado que no ve, justo delante de él, un balancín con forma de foca. El golpe le pilla tan desprevenido que no le da tiempo a sacar las manos de los bolsillos y cae a plomo sobre la gravilla. “Mierda”, piensa mientras nota cómo no puede hacer nada por evitar estamparse contra el suelo y echa al traste toda su estrategia. Sin tiempo a incorporarse, oye pisadas apresuradas. Son los dos jóvenes.
El viejo policía está tirado boca abajo y sus manos siguen dentro de los bolsillos, aprisionadas bajo su cuerpo. Intenta girar sobre sí mismo pero no es capaz. Viendo lo apurado de su situación, sólo se le ocurre una salida desesperada:
-¡No os acerquéis! Estoy armado.
Los jóvenes se han situado junto a él. Es el más joven, mientras se agacha, quien toma la palabra:
-¿Abuelo? ¿Eres tú?
-¿David? ¿Eres tú? Os he visto. ¿Qué te estaba entregando ese majadero? ¿Coca, speed, anfetas?
Los jóvenes agarran al viejo por los brazos y le ayudan a incorporarse.
-Abuelo, por Dios. Es Mario, un amigo mío. Y no me ha dado droga. Jamás me he drogado. Y él tampoco. Es un pendrive con apuntes del instituto… ¿Estás bien? Anda, te acompaño a casa. Y deja de comportarte así o se lo diré a mamá. Recuerda que llevas jubilado diez años…