21:30 En una casa de Madrid
Cuando llegué al salón de aquella casa vi a una mujer invadida por el miedo. Sus piernas no paraban de moverse. El equipo del SUMA estaba con ella. No quise acercarme para no interrumpir el tratamiento de la psicóloga. Estaba de rodillas, mirando de frente a la mujer que acababa de cometer ese crimen. Su compañero, el enfermero, más agachado todavía, intentaba tomar las manos de la mujer entre las suyas, una forma de tranquilizarla para que la psiquiatra pudiera llevar a cabo su trabajo. Al ver su pecho, como se inflaba una y otra vez, por su llanto, la dificultad para articular palabra, sabía que sufría un ataque de ansiedad.
El cuerpo de la mujer, con los brazos y el rostro marcados con arañazos, junto con la posición del cadáver, de espaldas al mueble del salón, el puñal en el pecho, y el suelo con restos de un jarrón hecho pedazos, daban las pistas suficientes de la sucesión de los hechos antes de que la mujer fuera interrogada.
A las nueve de la noche los vecinos del quinto derecha, el portal de enfrente, oyeron unos gritos de socorro. Su vecino, que en ese momento estaba junto a su mujer, viendo tranquilamente la televisión, decidió llamar a la policía.
Suelen ser habituales las peleas- dijo al policía que tomó su llamada. Pero nunca había pedido socorro. Fue un grito desesperado. Oí que la quería matar.
Todo parecía indicar que la muerte se produjo en defensa propia, con uno de los cuchillos que estaban en la mesa del comedor, listos para la cena.
Una hora antes
Lo de ayer fue demasiado. Llevo muchos años aguantando sus palizas. Estoy cansada, Hoy ya no volverá a hacerme daño.
Quedan solo quince minutos para que venga. Es martes y vendrá borracho, como siempre. Según llegue al comedor le asestaré el golpe, empujándole contra el mueble, así parecerá que fue un acto desesperado, fruto del forcejeo. Una cuchillada en el corazón y por fin todo habrá acabado. Luego prepararé la escena. Con sus guantes de trabajo, tiraré el jarrón de la estantería en la pared. Romperé algo más, que piensen que él estaba poseído por el infierno, como tantas veces lo ha estado. Sus manos, sus crueles y frías manos, con esas uñas tan largas que tanto asco me generan, me servirán para dejar mi cuerpo bien marcado y visible, no como siempre él conseguía. Esta vez no callaré. Gritaré bien fuerte para pedir ayuda y, cuando venga la policía, solo tendré que fingir un ataque de ansiedad, interpretar lo que tantas veces ha sido real.