Según me acercaba a la mansión, pensaba en lo complicado que se ponía el caso. Seis personas desaparecidas en el último año, pistas que no llevaban a ningún sitio, varios sospechosos, pero nada en concreto. El Sr. Vallejo era un vecino ilustre de la ciudad, mecenas reconocido, y en los últimos tiempos gustaba de participar en las investigaciones, como colaborador externo voluntario. La verdad, yo disfrutaba mucho intercambiando opiniones y conjeturas con él. Hubiera sido un buen detective.
Esa tarde me había convocado a su casa de campo, donde ya nos habíamos reunido varias veces, para contarme su última teoría. Según él, había hallado una conexión entre los desaparecidos.
«Bueno, estoy estancado, no pierdo nada hablando un rato con él. Además, su café es buenísimo».
Llegué a la mansión, aparqué mi coche y llamé a la puerta. Como siempre, Mohamed me recibió y me condujo hasta el despacho. El mayordomo egipcio siempre me miraba con recelo. Seguramente no le gustaban mucho los policías.
Vallejo entró al despacho unos minutos después.
—¡Agente Martínez, un gusto volver a verlo!
—Buenas tardes Sr. Vallejo —contesté al tiempo que le estrechaba la mano.
—Por favor, tome asiento. ¿Un café de los especiales?
—Por supuesto, gracias —respondí de inmediato.
Esperamos que Mohamed trajera los cafés y se retirase. Vallejo comenzó a exponer sus nuevas ideas.
—He pensado que la desaparición del juez tiene algo extraño. No tiene familia, vive solo. Si no fuera porque le echaron de menos en el trabajo, nadie habría reportado su desaparición sino hasta semanas después.
—Cierto —respondí—, pero no veo lo extraño. Mucha gente vive sola.
—Ya, pero resulta que el médico, el que trabaja en el Hospital Universitario, tampoco tiene familia. Es soltero, y tampoco es una persona sociable. La denuncia la puso la casera. ¿Ve las similitudes?
Mientras pensaba en lo que me había dicho, empecé a notar una sensación de cansancio, de pesadez en los párpados, unas ganas terribles de echar una siesta.
—¿Cuál es su teoría? —le pregunté, mientras elaboraba una respuesta.
Vallejo me miró fijamente, con una media sonrisa que parecía mostrar que se estaba divirtiendo. Finalmente, dijo:
—Pues creo que el secuestrador —porque creo que es un solo secuestrador— escoge sus víctimas entre personas a las que nadie echaría de menos. Vamos, que su desaparición no afecta a familiares o amigos. ¿Me sigue?
No respondí. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Vallejo continuó:
—Personas como usted, agente —dijo. Y todo se volvió oscuro.
Desperté en una habitación diferente, con luces tenues y azuladas, muy fría. Traté de hablar, pero no pude. Tenía algo en la boca que me lo impedía. Tampoco podía moverme. Estaba atado a un sillón, de esos que hay en las clínicas dentales. Miré lo que había a mi alrededor. Varios cubículos de cristal, algunos vacíos y otros ocupados por unos muñecos de tamaño natural. Bajo cada cubículo había una pequeña placa con una inscripción: «padre», «madre», «hija», «juez», «sacerdote», «médico», y así. La placa de uno de los cubículos vacíos ponía «policía».