Una vida de un minuto.
Marta Aguilera Fernández | Bilmet

Asomaba el cielo por encima de mis gafas. De repente viajaba desde la oscuridad total hasta las estrellas lejanas, titilantes, relajadas.
No sabía qué hacía, ni quién era, ni qué quería, era como un ente sintiente, pero sin identidad definida.
Absorta en la plenitud de existir, sin pasado ni futuro, sin anhelos ni reproches, pero con un vacío rotundo que me inquietaba.
Unos minutos mas tardes, empezaron a llegar las primeras imágenes, los primeros recuerdos y sus sensaciones.
Es muy desconcertante no saber quién eres, pero saber que estabas haciendo algo importante, crucial si cabe, potente. No saber describir la misión, pero notar la carga y la responsabilidad del resultado.
Poco a poco, algunos fogonazos de mí delante del espejo del baño, la ducha de la mañana y el café. Pequeñas pinceladas de una vida tan cotidiana como ajena.
Recordé estar aparcando cerca de un parque con árboles altos, soplaba el viento, volaban las hojas y alguna bolsa de plástico a modo de pájaro cadavérico. Buscaba algo o a alguien, parecía relevante.
Apagué el motor y caminé por un sendero, luego entre en una zona mas salvaje, me llevaba una intuición casi impuesta, casi inculcada.
Una piedra gorda señalaba un destino. Me siento, abro los ojos, dejo que la poca luz que hay me sirva para descifrar una silueta muy fina.
Allí acurrucada, recogida, casi sin aliento, una niña de unos 11 años.
Me llegan más fogonazos de información, llamadas de teléfono, fotos de otros casos, testimonios, declaraciones, imágenes de cámaras de seguridad, redes sociales, un péndulo, una música mística, dos compañeros sin nombre pero miradas de héroes….
Todo entra como un torbellino, un caos absurdo y a la vez lleno de sentido.
Y me centro en respirar, en sentir mi cuerpo, mis pulmones y entender que estoy en shock, conmocionada, que he querido huir de la realidad quizá por ser más dura de lo que puedo aguantar.
Respiro, respiro, mis dedos acarician el suelo arenoso y frío, frío como nieve sucia.
Me incorporo lentamente, escrutando con la mirada el ángulo en que ella estaba, pero por desgracia nada, no niña, no esperanza.
Me aseguro de no tener heridas, me toco el pecho, el cuello, la cara. Noto humedad y es sangre, es sangre en abundancia, me cae desde la cabeza por encima de la oreja derecha, parece un corte seco y profundo.
No es que tenga miedo, tengo angustia. Si ha sido alguien premeditadamente, ese alguien me ha seguido, seguro que acecha y ¿dónde está la niña?
Sigo aquí, sigo aturdida y asustada, sigo buscando esa niña con la mirada.
De nuevo como una alarma en la cabeza, brota información.
Mariella Rodríguez, desaparecida hace una semana, la última vez que fue vista, estaba en el recreo de su colegio. Luego la nada, esfumada, abducida por un destino cruel.
Estoy cerca, pero no creo que lo consiga.
Se aproxima una sombra, una risa cínica.
En la mano un palo en el alma ceniza.
Pum.