Desde aquella noche del 11 de diciembre de 1972, el pueblo que vio crecer a mi padre ya no fue el mismo y aunque recuerdo perfectamente el nombre de ese lugar, prefiero no nombrarlo y decir que todo sucedió en tierras noruegas, en una aldea tan tranquila y antigua como pintoresca.
Serio, muy formal y con una mente brillante, mi padre suele ser a primera vista un hombre intimidante y aunque estoy seguro que su profesión de detective de alguna manera modificó su carácter, sigue perdurando en él, esa personalidad impenetrable e introvertida casi hermética, como la que tenían cada uno de los extraños habitantes de ese poblado.
Recuerdo que todo inició cuando esa madrugada, cerca de la una, me desperté sobresaltado, escuchando los desesperados gritos de un hombre aclamando a mi padre.
Me levanté de la cama y sigilosamente fui hasta el living donde descubrí que se trataba de Don Eduardo, el comisario, quien le explicaba asustado y nervioso, que Rosa, la esposa de mi maestro, había desaparecido misteriosamente.
Ella era una reconocida y muy querida médica, y rutinariamente a las veintidós horas en punto, regresaba a su hogar luego de salir del hospital. Su caminata por estrechas callejuelas de adoquines duraba tan sólo cinco minutos, pero aquella gélida noche, la bella mujer nunca llegó y mi padre era el principal encargado de investigar el caso.
Plantear hipótesis violentas de robos, secuestros o crímenes pasionales realmente era un absurdo en un pueblo tan apacible e insípido, pero, aun así, él tuvo que hacerlo.
Recorrió una y mil veces ese corto camino de casas con entramado de madera y se encargó de hablar con cada uno de los habitantes. Necesitaba una pista, una señal, algo que le sirviera como punto de partida.
Pero al parecer, las conversaciones siempre son peligrosas si se quiere esconder alguna cosa y el hermetismo de los lugareños fue absoluto y unánime.
Pasaron varias semanas y el misterio aún seguía sin develarse, hasta que una tarde recibimos la visita inesperada de un solitario y retraído pescador, al que todos tildaban de “viejo loco”.
En casa, todos escuchamos atentos su relato. Fue claro y preciso y se notaba consternado y sensible al contar como la mujer había sido abducida por un platillo volador frente a sus propios ojos. Luego, en silencio, sacó de su bolsillo la bufanda de la doctora, como muestra de su increíble historia.
En casa, todos le creímos, pero el resto de los vecinos fueron escépticos totales y se negaron a darle crédito a mi padre ante tal versión.
Estoy seguro que aunque nunca más se habló del tema, el hecho conmovió a todos por igual, pero aquel acontecimiento obligó de alguna manera a que mis padres decidieran cambiar de residencia.