Chicago, 1921.
Aquella noche nevó. Nevó la noche que asesinaron a mis padres. Era una noche fría, y densa, con aquella niebla característica de las ciudades que tenían las fábricas en los barrios bajos y pobres. Desgraciadamente, yo no pertenecía a una familia adinerada que se permitía una casita alejada de la contaminación y el humo que producían estas instalaciones monstruosas. Pero lo peor de estos barrios no era las penosas condiciones de salud ni de higiene, lo peor era la incipiente ola de crimines y violencia propiciada por las mafias que habían empezado a surgir. Fueron estas mafias las que asesinaron a mis padres. Ellos no habían hecho nada malo, simplemente se encontraron en la hora equivocada en el lugar equivocado.
Esa noche yo estaba en nuestro humilde piso, esperando a que regresaran de su trabajo en la fábrica, y rezando para que llevaran algo de comida encima, cuando de repente, escuché unos fuertes ruidos a lo lejos. Enseguida los reconocí como disparos, y a pesar de ir en contra de las instrucciones de mis padres de no salir de casa, bajé corriendo las escaleras, solo para encontrarme con la peor imagen posible. Allí, abandonados en mitad del callejón estaban sus cadáveres, los de las personas que me habían dado la vida, y que ahora me acababan de arrebatar. En ese momento, me quedé allí plantada, viendo como los vecinos se aproximaban a la escena del crimen, y escuchando a lo lejos las sirenas del coche patrulla. Ellos simplemente retirarían los cadáveres y fingirían no haber visto nada.
Tuve que volver a mi casa, donde no me derrumbé ni derramé una sola lágrima. En ese momento, solo quise venganza, vengar la muerte de mis padres. Así que hice aquello que me había prometido a mí misma que nunca haría, me uní a la mafia, porque sabía que iba a ser mi única vía para encontrar al culpable de haberme arruinado la vida.
La necesidad hizo que, en cuestión de 1 año, consiguiera no solo ascender, si no que di con el culpable, y un día, cumplí mi venganza. Me reuní con él, sin darle explicación alguna, y solo le dije la frase que me habían repetido muchas veces durante mi infancia: “las conversaciones siempre son peligrosas si se quiere esconder alguna cosa”, y en ese momento, apreté el gatillo de la pistola que llevaba escondida, y le di el final que él le había dado a mis padres, y que me había cambiado como persona.