Verde que te quiero verde
Lucyna Adamczyk | Avosette

El detective Eduardo Piedelobo luchaba por subir las escaleras del número 61 de la calle Mayor en que vivía y no porque estas fueran especialmente empinadas, sino porque se había puesto hasta las cejas de Becherovka, un licor de hierbas checo por el que se pirraba. Tan perjudicado estaba que no habría sido capaz de decir siquiera su fecha de nacimiento. Se colgó de la barandilla y, aferrado a ella, trató de recitar los primeros doce versos del Romance Sonámbulo para convencerse a sí mismo de su sobriedad. Llegó a la parte del caballo y ahí se quedó, repitiendo como un eco el estribillo «Verde que te quiero verde». El ritmo musical del poema trajo cierto orden a su cabeza y, cuando sus extremidades respondieron, subió al fin al primer piso. Sacó la llave de un bolsillo y la insertó en la cerradura. Sintió la fuerte resistencia del metal luchando contra algo y, tambaleándose, buscó el limpiador de pipa que siempre llevaba consigo. Lo colocó en el bombín y lo empujó con todas sus fuerzas hasta oír el crujido del limpiador quebrándose en dos. Con un suspiro, sacó la pistola Astra A-80, apuntó a la cerradura y apretó el gatillo. El estruendo sacudió el edificio y las puertas de algunas viviendas se abrieron. Alguien gritó desde algún lugar:
—¿Qué estás haciendo, idiota borracho? ¡Que vives en el piso de arriba!
Piedelobo golpeó la puerta con el tacón y se abrió paso hacia el vestíbulo del piso. Oyó una voz masculina y otra femenina y vio que una cortina colgaba de una puerta, lo que le pareció extraño. Tiró de ella con tan mala fortuna que acabó rodando por el suelo envuelto en ella. En el espacio que antes había ocultado la cortina, había ahora una anciana vestida con una larga túnica de tonos oscuros. Una lámpara iluminaba su boca sin dientes, de la que salía una línea de algo blanco que se enroscaba y plisaba a sus pies.
—¡Es un ectoplasma! —gritó una mujer—. ¡Ella lo ha materializado!
—¿Qué ectoplasma ni qué niño muerto? —Piedelobo se retorcía de risa sobre el suelo.
Trastabillando, se levantó y se acercó a la anciana, que parecía estar en trance. Sin mostrar ningún signo de repugnancia, tiró de la cosa blanca que se arremolinaba en torno a la mujer.
—Es una venda.
—¿Una venda? ¡Panda de charlatanes! —protestó la voz masculina—. ¿Queríais tomarme el pelo? ¡Voy a denunciaros a ti y a tu socia!
—Está borracho —dijo la falsa médium—. Benditos los que no ven, pero creen.
Piedelobo sintió entonces un golpe en el estómago. La anciana tenía una fuerza descomunal y, aún con los ojos cerrados, le propinó otro mamporro, esta vez en la barbilla. Cuando la mujer lo empujó hacia la ventana abierta y Piedelobo sintió el frío del alféizar clavándose en sus nalgas, volvió a recitar para sí: «Verde que te quiero verde».
No logró pasar del primer verso mientras su cuerpo se estrellaba en la acera.