La mujer entra en el apartamento como una fiera acosada lo hace en su guarida. Aguzando los sentidos, tanteando las huellas ajenas en un territorio profanado, olisqueando el peligro que acecha. Reconozco en su rostro la agitación de un animal desorientado. Tan pronto me ve en el sillón, con esa inexpresiva cara de idiota que delata mi desconcierto, me escupe la pregunta. «¿Pero ¿tú qué coño haces aquí?»
Como chispazos, en mi cabeza fluyen a borbotones señales que registran detalles imprecisos de cuanto me rodea: afuera llueve intensamente, en mi mano sostengo una botella casi vacía, noto el regusto amargo de cerveza en la boca, en algún lugar suena una canción agónica (o tal vez el llanto de un recién nacido), una carcajada gregaria y falsa surge del televisor, hay un cadáver en el dormitorio, crujen los cimientos, se abre una brecha inasible y oscura. Y, además, está ella.
Tiene una belleza marchita. El pelo largo y oscuro completamente empapado se pega a su cara lo que la convierte en una especie de ninfa maltrecha que en otras circunstancias movería a mi compasión, pero no en este caso. Sus modales resultan intimidatorios en exceso.
«Te pregunto qué coño haces aquí». Lo repite sin la más mínima concesión a la cortesía. De una forma tan brutal y directa que no soy capaz de responderle. Balbuceo y la miro pusilánime pero no consigo que mis labios pronuncien una sola palabra. Ante mi vacilación de majadero me dirige un gesto despectivo y desaparece hacia el interior.
De inmediato percibo su grito ahogado. Intuyo que ha descubierto el cadáver y que, por poco tiempo, la escena emborronada de vísceras y sangre la dejará inmóvil. Caigo en la cuenta de que la pistola quedó junto al cuerpo tan pronto se desplomó fulminado por el disparo. Sin duda se hará con ella y volverá al salón con la intención de matarme.
Mi cerebro trabaja rápido. Confabulo posibles versiones que justifiquen la escena y eviten su venganza. Se me ocurren al menos cinco, incluida la verdadera. En una de ellas soy un sicario contratado para saldar con sangre una deuda impagada: con el hampa no se juega. La segunda trata de un suicidio. Acudí al apartamento alarmado por el disparo y no supe qué hacer sino sentarme y tomar una cerveza. Tengo otra en la que, por raro que suene, soy un viajero en el tiempo. Con aquel crimen evitaré, paradojas aparte, que ella misma y su bebé (que no es otro que yo mismo) seamos asesinados. Hay una cuarta en la que soy un justiciero enamorado en secreto que, impulsivo, actúa alertado de la violencia ejercida por aquel bruto. En la última, el homicidio forma parte de un ritual de exorcismo para liberar el alma poseída de aquel pobre diablo.
La ninfa regresa empuñando la pistola y desata su ira: «Te voy a dar una sola oportunidad de explicarme qué coño haces aquí».
Sopeso las versiones y suplico que las palabras adecuadas acudan a mi garganta.