Víctima
Laura Pilar Montero Villoria | Laura P. Montero

Por la mañana no me desperté. Estaba tumbada sobre la alfombra de pelo beige que había heredado gracias al anterior inquilino del piso. De haber sabido que ese sería mi lecho de muerte, y que las cuatro paredes desnudas del salón sería lo último que vería nunca, hubiera elegido otro lugar para pasar mis últimos momentos.
El carísimo vestido de gasa que me puse la noche anterior ahora parecía un harapo cualquiera, cuya función había pasado de resaltar aquella figura de la que me sentía tan orgullosa en vida, a ocultar mi cuerpo mortecino. Tenía el pelo apelmazado, antaño rubio y ahora rojo. En algún punto de la mañana el sol atravesó la ventana y se dirigió directamente hacia mi rostro, pero no me molestaba; ahora ya no podía molestarme nada.
El ambiente estaba cargado del olor metálico que anuncia la sangre, y conforme pasaban las horas iba fermentando y se hacía más intenso. Se extendía por el aire viciado, la puñetera alfombra que ni siquiera me había dado tiempo de sentir como mía, y se adhería al gotelé, motivo por el cual me había visto obligada a guardar enrollados en cajas todos los posters del cine donde trabajaba, ya que cada vez que intentaba decorar el piso con ellos la textura de la pared los repudiaba.
Durante el día el contestador automático pitó de vez en cuando. Llamadas cotidianas que nunca serían respondidas. De no ser por mi jefe es probable que mi cuerpo hubiera pasado días enteros hasta ser encontrado. Acababa de mudarme a la ciudad, así pues no era raro que mis amistades y otras personas que habían sido un pilar fundamental en mis actividades diarias pasaran algún tiempo sin saber de mí. El ajetreo de la ciudad, la mudanza, el trabajo…
Al mediodía del día siguiente apareció la policía. Decoraron la puerta del apartamento con un cordón amarillo y negro que atraía a los vecinos indiscretos. El personal, junto al resto de objetos que había colocado de manera descuidada por los rincones para disimular mi falta de familiaridad con aquel lugar, se convirtieron durante unas pocas horas en espectadores de mi tragedia. Una chica joven y sola que había aparecido de repente muerta en su casa de alquiler. Sin enemigos, sin amigos, solo cajas de cartón, muebles viejos, y una serie de trastos triviales como un yogurt a medio comer olvidado en la encimera de la cocina.
Una mujer guapa con el pelo negro y elegancia recatada firmaba los papeles para llevar a cabo el levantamiento del cadáver. Yo fui una más de otras nueve mujeres asesinadas en condiciones similares, ni siquiera mi muerte había sido algo excepcional.
La única que me miró de verdad durante el tiempo que duró la inspección fue aquella mujer. Se acercó a mi cuerpo y posó sus ojos sobre los míos, pero esta vez yo no podía devolverle la mirada. El día que me apuñaló en el pecho sí pude hacerlo.