VÍCTIMAS CULPABLES Y ANIMALES ABSUELTOS
Sheryll Reyes | LA VALIENTE

Era otra noche tranquila de patrullaje. Mariñez, un policía veterano a un mes de retirarse, iba de copiloto y encargado de las canciones en la patrulla que compartía con Ángeles, el feto policial que le habían adjudicado en la comisaria para que dejara una buena impronta en la unidad. Iba a ser una jornada cualquiera, hasta que por la radio les asignaron un posible homicidio a dos cuadras de su ubicación.
Al llegar a la dirección, Mariñez toca el timbre varias veces sin respuesta y, tras unas miradas con Ángeles, hacen una entrada forzada y apuntan sus armas al interior oscuro de la vivienda. Nada parecía indicar que había alguien allí. Una luz en el pasillo llamó su atención. Avanzaron hacia él y se dirigieron a las habitaciones.
Cuando Mariñez entró a la habitación principal y vio la sangre todavía fresca correr paredes abajo, puso el brazo para detener al novato de su compañero que le seguía dos pasos atrás. Era su primer día y le hubiera gustado haberle ahorrado aquel escenario. Pero ya era muy tarde.
Había mucha sangre en las paredes, en las ventanas y hasta en el techo. Era imposible que tanta sangre hubiera podido salir de un solo cuerpo. Maríñez avanzó y entonces lo distinguió.
Era el cuerpo de un hombre corpulento que estaba tumbado boca abajo en ropa interior sobre un charco de sangre.
—Las heridas parecen de arma blanca, ve informando al forense que ya tiene que venir de camino. —dijo Mariñez, sin voltear a mirar a Ángeles.
Fue cuando Ángeles salió que Mariñez creyó escuchar un sonido desde el baño. Giró rápido y empuñó fuerte el arma en esa dirección. Avanzó.
El crujir de la puerta del baño al abrirse y la penumbra dentro no le impidió descubrir a una chica temblorosa y abrazada a sus piernas que empuñaba una navaja mariposa llena de sangre.
—Eh, ¿cómo te llamas? —preguntó con voz cortada Mariñez, sacando conjeturas de aquella escena.
Las luces policiales alumbraron los ojos húmedos de la chica al mirarlo. Y casi sin poder alzar el cuello, la chica contesta.
—Ma-Manuela…
—Vamos, Manuela, ya todo se ha acabado, estás a salvo.
Manuela mira a Mariñez con una media sonrisa.
—Cla-claro que se ha aca-bado.
Manuela deja caer su cuerpo hacia atrás en la bañera y descubre sus muñecas cercenadas. Maríñez se aleja para buscar ayuda sin quitarle la vista a la niña. «¿Qué has hecho niña?», pensó.
Horas más tardes, ambos policías estaban apoyados en la patrulla frente a la casa. Amanecía sobre la copa de los árboles cercanos, mientras veían como escoltaban dos bolsas negras selladas hacia una ambulancia parqueada en la acera contraria. Además de ellos, la luna en su cuarto menguante fue testigo de todo. Nada los podía sacar de su silencio.
Mariñez respiró profundo y finalmente dijo:
—Y así todos los días, víctimas culpables y animales absueltos por la muerte. Hemos fallado tanto.
—Como policías, ¿dice? —replicó Ángeles.
—No, como humanos.